En este Blog podran ver varios de mis cuentos que posteo permanentemente en los Talleres De Escritura de Psicofxp y Foro Metrópolis. Espero que los disfruten tanto como yo. See Ya!!!

30 diciembre 2006

56 - Día De Verano




Me agradaba tener a Eddie en casa.

Si bien a mi me gusta vivir solo con mis propios demonios (y de vez en cuando, con alguna chica que me cocine y sepa hacer el amor), disfrutaba la compañía de algunos amigos.

Y Eddie era uno de ellos.

Aunque el muy desgraciado ya se había adueñado de mi computadora, y todavía no hacía ni una semana que se había instalado.

- Che, Eddie. – le dije, desde el sofá donde estaba recostado mirando las manchas de humedad del techo y el inútil girar del ventilador – Esto no es un cyber, che.

- Ya se… - me contestó, sin despegar la vista de la pantalla – En cinco minutos termino.

- Eso mismo me dijiste hace una hora.

- No seas jodido. – dijo, mirándome – Vos también sos escritor y sabés que cuando te agarra la inspiración, es imposible escapar.

- ¿Con cuantos relatos estás?

- Cuatro – me contestó, volviendo a concentrarse en la pantalla.

A diferencia mía, Eddie podía trabajar simultáneamente un montón de ideas. Yo, en cambio, trabajaba de a una por vez.

- Bueno, metele, nomás – dije, mientras estiraba la mano hacia la caja de cigarrillos de la mesa ratona. Estaba vacía – Eddie, pasame esa caja de Marlboro que está junto a la impresora.

Eddie la tomó. También estaba vacía.

- Mierda. – dije, molesto – Voy a tener que bajar a comprar.

- Dale. – dijo Eddie – Y de paso comprate unas cervezas y unas pizzas. Estoy muerto de hambre y sed. Y encima en este departamento hace un calor de mil demonios. Un aire acondicionado no vendría mal, ¿eh?

La verdad que no, pensé. Pero lamentablemente, casi todas mis ganancias se las quedaba mi representante. Maldigo el día que le dije:

- Si lográs hacerme un escritor famoso, te llevas el ochenta por ciento de todo lo que gane.

Y lo logró. Mis libros hoy en día están en el centro de la crítica, y se venden como pan caliente. Pero yo apenas llego a pagar el alquiler de mi departamento.

Y bueno, todo sea por estar en lo mas alto (la fama es un orgasmo con mil putas).

Me levanté del sofá, arrojándole a Eddie un almohadón por la cabeza, debido a su cararrotez del aire acondicionado. Salí al balcón y miré.

- No puedo ir. – dije, consternado.

- ¿Eh? – preguntó Eddie, mientras lidiaba con la maltrecha barra espaciadora.

- Que no puedo ir a comprar. – Me da angustia.

- ¿Vos me estás cargando?

- No. Vení, mirá, así me entendés.

Eddie se levantó y se puso a mi lado.

- Miralas. – le dije, señalando hacia la calle – Ahí van.

Enero. 35 grados de calor. Las mujeres iban y venían por la calle con remeras apretadas y escotadas, que les hacían saltar las tetas, y con pantalones de telas tan delgadas que dejaban ver sus diminutas bombachas, sus culos firmes.

- Es el infierno, negro. – dije – Y no justamente por el calor.

- Ya veo. – dijo Eddie, tan absorto en ellas como yo.

- Te juro que si fuera por mí, me las llevaría a todas a la cama. A todas y cada una. Haría orgías de meses enteros.

- Años enteros.

- Dios las bendiga.

- No, chango. Esto es obra del Diablo.

- Tenés razón.

- ¿Te acordás que yo te había dicho una vez que a mi me gustaba mas el invierno que el verano porque cuando el frío me calaba hondo hasta los huesos, se me confundía con el dolor del alma, y entonces sufría un poco menos?

- Si.

- Bueno, también me gusta porque todas estas ninfas andan vestidas hasta el cuello. No sé les vé nada. Es más poético, tenés que dar rienda suelta a la imaginación, moldeando sus cuerpos en tu mente, desnudándolas secretamente sin permiso. En cambio esto…

- … esto es el colmo del histeriqueo. Es un “mirame y no me toques” sádico. No es seductor. Es provocadoramente explícito. Es pasarle la comida por la cara a un pobre mendigo.

- Exacto.

- Mirá esa morocha de allá. Se le llega a escapar una teta y te arranca un ojo.

- Y si le decís una guarrada se ofende.

- Seguro. Se visten como trolas pero pretenden que las tratés como princesas.

- Te lo digo: están completamente locas.

- Si. Que se mueran. Me tienen podrido.

- Si.

Entramos y nos sentamos en el sofá, cada uno sumido en sus pensamientos.

- Tengo hambre – dijo Eddie, después de un rato, mientras observaba una mesa llena de libros, todos cubiertos de polvo.

- Y yo quiero fumar – dije, mientras me daba cuenta que todos los cuadros del living estaban torcidos.

- ¿Vamos a comprar?

- Vamos.

- ¿Estará la kioskera del otro día, esa que tiene cara de petera? – preguntó Eddie.

- No. Esa trabaja los fines de semana. – respondí, cerrando la puerta de mi departamento.



22 diciembre 2006

55 - Vacaciones






DIA UNO:


Al bajar del avión, el sol brasileño me recibió cálido y radiante.

Eran mis primeras vacaciones en cinco años, y verdaderamente estaba entusiasmado.

Tomé un taxi y me dirigí al hotel.

Si estuviera en buenos aires, sin duda que estaría anotando las cosas que me llamaran la atención de las calles, para utilizarlas de musas en futuros cuentos.

Pero aquí, sentado en el taxi, y recorriendo las calles de Río de Janeiro, me limitaba sólo a observar.

En los últimos años no había hecho otra cosa más que escribir, y si bien había dado sus frutos, me sentía muy agotado mentalmente.

Así que me simplemente me relajé y observé, como un turista bobo, y me puse los anteojos de sol, vedando a mi perspicaz mirada de su manía de calar profundo en los detalles.

Llegué al hotel, que estaba frente a una playa, y me bajé del taxi sacándome los anteojos y mirando hacia el mar.

Puro, fresco y cristalino, me aguardaba.

Un suave y cálido viento me movió los cabellos antes de entrar al hotel, en donde me recibieron con todos los honores.

Subí a mi habitación, un cuarto muy bien iluminado, espaciosa y con vista al mar.

Desde allí pude ver a las hermosas mujeres brasileñas caminando por la playa, con movimientos felinos.

Observé la cama de dos plazas en donde había abierto mis valijas. Esperaba pronto que una de esas mujeres se enredara conmigo entre esas sábanas.

Me cambié, notando la increíble palidez de mi piel, y lo mucho que había bajado de peso.

Meses encerrado detrás de una máquina de escribir pueden deteriorarlo a uno enormemente.

Pero no me importó. Bajé despreocupado por el ascensor, sabiendo que pronto el sol broncearía mi piel.

- Garotas… ¡Ahí voy! – dije, en la puerta del hotel.

Mientras esperaba que unos autos pasaran para cruzar la calle, vi que en la mitad de la misma brillaba algo.

Cuando los autos pasaron, me acerqué al objeto.

Era una foto.

La levanté y observé: una chica, de más o menos unos 17 años, estaba retratada en ella.

Tenía la cabeza un poco gacha y de perfil hacia la cámara. Un mechón le caía sobre el rostro, al igual que una lágrima mezclada con el negro del delineador caía sobre su mejilla.

Miré el reverso de la foto. Había algo escrito:



Atormentado com o fim, nada dá certo pra mim, Nem quero mais tentar, Disolado e assustado eu não quis te procurar… Não posso consertar…


Yo no sabía hablar portugués, pero esas palabras me transmitieron una inmediata tristeza.

Un auto me tocó bocina para que me corriera de la calle. Me dirigí hacia la playa observando la foto, observando esa lágrima negra inmortalizada para siempre, al igual que esa hermosa chica.


DIA DOS:


El médico me dijo que aplicándome la crema, en unos días estaría bien, y que haciendo dieta y tomando la medicación correctamente, el dolor de cabeza y los vómitos se irían pronto.

Tan concentrado me había quedado del día anterior con la foto, que me había olvidado de ponerme la pantalla solar, y ahora tenía la piel roja y ardiente, además de una terrible insolación.

Acostado en la cama con una bolsa de hielo en la cabeza, ya no me sentía tan feliz como el día anterior.

Y no se debía ni a la piel ardiendo ni a la migraña.

Nada de eso.

Me había dado cuenta que esa foto me había atrapado.

Aunque hacía un enorme esfuerzo, no podía dejar de pensar en ella.

¿Quién era esa chica?

¿Por qué lloraba?

¿Su novio la había fotografiado?

¿Qué significaba lo que estaba escrito?

Ya no podía pensar en la arena, el sol, la playa y las garotas.

Tenía mis pensamientos enmarañados nuevamente por el canto de las musas.


DIA TRES:


Había cerrado todas las persianas del cuarto del hotel.

No quería que ningún ruido me perturbe.

Si bien la máquina de escribir que me habían conseguido no era muy buena, traté de concentrarme en la historia.

Apoyada en un pequeño florero junto a la máquina, estaba la foto.

La observé detenidamente. Respiré hondo. Comencé a tipear.

Pero inmediatamente me detuve.

Algo no estaba bien.

Algo pasaba.

Miré a mí alrededor, y las paredes de la habitación, pintadas de un alegre color celeste, me dieron la respuesta.


DIA CUATRO:


Miré el reloj: 19:40.

Hacía seis horas que estaba escribiendo.

Pero valía la pena. La historia iba cobrando forma.

Tipeé algunas palabras más, sólo par escuchar ese sonido tan familiar, tan mío…

Me levanté del escritorio y fui hasta la cocina.

Abrí la heladera y tomé una cerveza. Junto a ella, había un limón, y un queso que debería tirar pronto, si no quería verlo agusanado.

Le di un trago a la cerveza, mientras observaba por la ventana: el cielo contaminado; la gente apresurada; el mendigo de la esquina, inerte en su inactividad acaracolada; los bocinazos…

En el departamento de arriba, grunge.

En el de abajo, cumbia.

Ah… las ambivalencias cotidianas de Buenos Aires….

Observé las manchas de humedad de las paredes de mi departamento.

Sonreí.

Estaba de nuevo en casa.





18 diciembre 2006

54 - El Camino





(Este cuento fue escrito especialmente pensado para la gente del taller donde escribo. Probablemente muchas cosas no se entiendan, porque son sujetividades del grupo. Igual, espero lo disfruten)





Si algún fotógrafo con una buena noción del encuadre nos hubiese tomado una foto en ese instante a Morton y a mí, sin dudas habría sido una acertada descripción de nuestras vidas.

Parado en el medio del camino, con la mirada fija hacia delante, Morton observaba.

- ¿Creés que falte mucho, Miles?

Yo estaba sentado al costado del camino, fumando un cigarrillo y mirando hacía atrás, hacia el trayecto que habíamos hecho, recordando el pasado.

- Siempre falta mucho, Morton.

- No seas pesimista. Algún día tenemos que llegar a algún lado. Lo sé. Estoy seguro.

- La vida es un viaje en tren que no termina nunca, Morton. Salvo cuando te morís. Vas dentro del tren, mirando por las ventanillas la belleza o la fealdad del mundo. A veces más rápido, otras veces más despacio. Y si tenés suerte, te podés bajar un par de veces en alguna estación, comer algo, estar un rato con una hermosa mujer, e intercambiar cosas para el viaje. Porque cuando venga el próximo tren, te vas a subir en él, con la esperanza de que algún día el viaje va a terminar, que llegarás a ese lugar que tanto añorás. Pero eso no pasa nunca.

- Quizá una de esas estaciones sea el lugar que andás buscando.

Miré a Morton fijamente, con mis ojos de perro viejo y cansado. Los suyos también me miraban. Eran los de un cachorro feliz. Un joven lleno de ideales y sueños, como yo lo había sido alguna vez.

- Nunca lo había pensado. – dije – Quizá tengas razón. Ojalá la tuvieras.

- ¡Hey, chicos!

Caminando torpemente por los pastizales del campo al costado del camino, Nyarlotep venía con unas bolsas.

- ¿Conseguiste algo, Nyar? – le preguntó Morton.

- Si. – le contestó Nyarlotep, enjugándose el rostro completamente transpirado con un pañuelo que Morton le alcanzó – Conseguí papas y huevos para ustedes. Y algunas verduras para mí.

- Me imagino que los huevos no serán de pato, ¿no? – le preguntó Morton, pícaramente.

Nyarlotep se sonrojó.

- No… - dijo tímidamente – Ya aprendí la lección.

Me acerqué a él, y examiné los vendajes de sus manos.

- Tus manos están mejorando, androide. – le dije – Pronto vas a poder volver a escribir. Debiste haber dejado que yo fuera por las provisiones, así no las esforzabas.

- Estoy bien, Miles. Quería tomar aire fresco. El polvo de este camino me hace mal, me da dolores de cabeza.

- Si. – dije yo – Es insoportable.

- No te preocupes. – le dijo Morton, alcanzándole la cantimplora – Pronto llegaremos a algún lado. Ya se lo dije a Miles. Estoy absolutamente seguro.

- No se… - dijo Nyarlotep, con angustia – Ya estoy empezando a creer que Miles tiene razón, que nada nos espera.

La preocupación invadió el rostro de Morton.

- No, Nyar… Vos no… - dijo – No te me rindas vos también.

- Tranquilo, androide – le dije, apoyando mi mano en su hombro – Yo soy solo un viejo gruñón. En el fondo confió en Morton. Y además, aunque no encontremos nada… ¿Acaso tenemos algo mejor par hacer que esto?

Nyarlotep sonrió. Morton también, y me miró, como dándome las gracias.0

A pesar de mi dureza exterior y mis frases de negación y pesimismo, en el fondo de mi corazón, muy en el fondo, yo también seguía creyendo en mis sueños. Pero a diferencia de los de Morton, que eran a viva voz, los míos eran un pequeño susurro.

Una nube de polvo se levantaba desde la parte del camino que ya habíamos recorrido. Después de unos minutos, una camioneta se detuvo frente nuestro. Era Eddie.

- ¡Bien! – festejó Nyarlotep – Ya no tendremos que caminar.

- Buen trabajo, Mike – Le dije a Eddie, que estaba bajándose de la camioneta.

- ¿Pero cómo la conseguiste? – preguntó Morton, desconfiado.

- Nunca subestimes a mi cross de derecha – dijo Eddie, besándose el puño.

- ¡La robaste! – dijo Morton, atónito e indignado - ¡Eso está mal!

- En realidad no – dijo Eddie – Le aposté a un médico gringo que si le ganaba una pelea de box, me quedaba con su camioneta.

- Pero… ¿Y que pasaba si perdías? – preguntó Morton.

- Le daba tu cubo Rubik de oro.

- ¡Queeeeeeeeeeeeeeee!- gritó Morton

- Tranquilo, Morton, tranquilo – le dije, palmeándole la espalda – Las cosas salieron bien. Relax. Además, vos diste tu cubo por si era necesario comprar alimentos, cuadernos, lapiceras, y demás cosas par el viaje.

- ¡Si, pero no para apostar! – dijo Morton, enojado - ¡Que no vuelva a pasar! ¿Entendido? – tomó de mala manera su cubo Rubik que Eddie le alcanzaba, y lo acarició con suma ternura, hablándole - ¿Cómo está el nene de papá, eh? ¿El tío Eddie fue malo con vos?

- Y después dicen que Miles y vos están locos, Nyar – le dijo Eddie a Nyarlotep. Este sonrió.

- Bueno. – dije, después de observar la parte trasera de la camioneta – Es hora de irse. Conseguimos agua y provisiones. Ya estamos listos.

- Hasta te conseguí una lapicera Parker, Miles – dijo Eddie, arrojándomela.

La tomé, guiñándole un ojo. Aún en las peores situaciones no me gustaba abandonar mi estilo.

Por primera vez en todo el día, Morton miró fija y pensativamente el camino hacia atrás. Su rostro se entristeció.

- ¿Y si esperamos un poco más? – dijo.

- Pronto va a anochecer – dijo Nyarlotep – Es mejor apurarse.

- Yo no vi ni una condenada alma en kilómetros. – dijo Eddie – Salvo esos putos gringos.

Me acerqué a Morton. Le puse una mano en el hombro. El me miró, como tratando de buscar una explicación.

- Los tiempos cambian, amigo. - le dije – Y son muy pocos los que siguen luchando. Los que nos quedamos y seguimos perseverando somos los que hacemos la diferencia. Pero quizá más adelante encontremos gente nueva, que quiera acompañarnos en este viaje.

- Y quizá también nuestros viejos amigos sigan el rastro de cáscaras de banana que fui dejando por el camino mientras volvía para acá, y nos encuentren. - dijo Eddie, con su buen humor inquebrantable.

Morton suspiró. Miró a Nyarlotep. Este también los miró, y le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

- Está bien – dijo Morton, endureciendo el rostro - ¡Vamos, hay que seguir!

Eddie se sentó en el asiento del conductor. Nyarlotep le hizo compañía.

Morton y yo nos subimos atrás, junto con las provisiones.

Le di un golpe al techo de la camioneta.

- ¡Vamos, Eddie!

Justo cuando Eddie arrancaba, se escuchó un grito femenino.

- ¡Hey, esperen! ¡No se vayan sin mí!

Hice fuerza con la vista. Morton también.

- ¿Esa es…? – dijo este.

- ¿Podría ser…? – dije yo.

La mujer venía corriendo por el camino hacia nosotros. Se la notaba que hacia un gran esfuerzo.

Eddie detuvo el motor, y se asomó por la ventanilla.

- ¡Es Chaia!- dijo, alegremente.

- ¡Chaia! – dijeron Morton y Nyarlotep al unísono, con igual alegría.

- Lo que me faltaba – dije yo, agarrándome la cabeza.

Chaia llegó y se subió a la parte trasera de la camioneta. Estaba toda colorada, por la agitación. Traía una caja de zapatos, a la cual sostenía con sumo cuidado.

- No hay caso ¿eh? – le dije burlonamente – No puedo librarme de vos.

Chaia me sacó la lengua.

- Qué alegría verte, Chaia… - le dijo Morton – Creíamos que ya nadie más vendría con nosotros.

- Las chicas siempre llegamos tarde.

- ¿Conseguiste los medicamentos? - le pregunté.

- Hola Chaia ¿Estás bien? ¿Estás cansada? ¿Tenés sed? ¿Querés un poco de agua? - me dijo ella, irónicamente.

Le alcancé mi cantimplora. Ella me pasó la caja de zapatos.

- Espero que haya aspirinas… - dije – El dolor de cabeza me está matando.

- Adhiero – dijo Nyarlotep.

Abrí la caja. Dentro de ella no había medicamentos. Había otra cosa.

Había un gatito.

- ¿Qué carajo es esto, Chaia? - le dije, incrédulo y atónito.

- Un gato – me contestó.

- Ya sé que es un gato. – dije, enojado – Pero para qué queremos un gato ¿eh? ¡Nosotros te mandamos a buscar medicamentos!

- Es que yo los fui a buscar – dijo Chaia, tímidamente.

- ¿Y entonces? – el gatito me arañó un dedo.

- Es que lo vi abandonado al costado del camino, y me dio tanta pena… Cuando llegué a una granja, pedí un poco de leche y una caja para traerlo… Perdón… Me olvidé de los medicamentos.

- Ay, Dios… - dije, resignado – A mi me agarra un síncope. Si, no hay dudas.

Morton rió y se pudo a jugar con el gatito.

- Hay que ponerle un nombre. – dijo Chaia, pensativa.

- Arrancá, Eddie – dije, golpeando el techo de la camioneta.

- Últimamente me andan gustando los nombres franceses – prosiguió Chaia.

- ¡Arrancá, Eddie! – grité, con una migraña bien padre.

La camioneta salió rápidamente, levantando polvo, mientras Morton me ayudaba a ponerme una compresa de agua fría en la cabeza.

- ¿Qué tal Pierre? – preguntó Chaia.




17 diciembre 2006

53 - Letras Para Julia 3




PRIMERA PARTE: Cuento Nmro 1


SEGUNDA PARTE: Cuento Nmro 40




Sin dudas que mucho de tu sadismo ha corrompido mi alma, David.

En todo este tiempo que te cuidé, que me limité a decir “si”; a ser una decoración a tu lado; a abnegar mi vida por un cargo de conciencia al principio real pero después absurdo, ya que sólo te interesó tu felicidad, no la mía; en todo este tiempo a tu lado, la maldad y el deseo de venganza fueron seduciéndome lentamente hasta transformarse en mis principales amantes.

Y cuando me propusiste casamiento, pude ver todo claramente.

Me recuerdo a mi misma sonriendo radiantemente, aceptando.

Recuerdo tu sonrisa de imbécil creyendo que yo te amaba, que al fin me habías conseguido.

Nada más lejos que eso.

Era mi bautismo de fuego. Mi liberación de la conciencia.

En el tiempo que siguió, fui la mujer perfecta: salíamos a caminar de la mano; me vestía como una princesa para acompañarte a tus aburridas fiestas de la empresa y le sonreía a todos tus socios y a sus esposas; te preparaba comidas deliciosas; te llamaba todos los días al trabajo; teníamos sexo todas las noches…

No quería que dudaras de nada. Quería que todo fuese perfecto.

Y cuando Andrés me llamó, la venganza cerró perfectamente.

Antes de concebir el plan, yo había intentado contactarlo, pero me dijeron que había vendido todas sus cosas, y se había ido de viaje, sin decir adonde.

Recuerdo que cada vez que escuchaba pasar un avión por el cielo, pensaba en él, creyendo que nunca más volvería a verlo.

Pero no fue así.

Me llamó una semana antes de la boda.

Fue totalmente hermoso volver a escuchar su voz después de tanto tiempo…

Me habló sin parar durante quince minutos, pidiéndome, suplicándome que dejara todo y me fuera con él, que la culpa era absurda, que me amaba y ya no le importaba nada, y muchas cosas más que yo también pensaba.

Él no pudo creerlo cuando le dije: “El próximo sábado, tené las valijas preparadas. Y por favor, andá vestido de traje, y con dos alianzas. Nos vemos en aquella iglesia de Avellaneda, a las 21:00. No preguntés más nada. Sólo decí “si”. Por favor.

Andrés dijo “si” sin dudar un segundo, y nos reímos como tontos sin parar largo rato. Los “te quiero” y los “te amo” eran innecesarios. Ya lo sabíamos. Estábamos felices por volver a contactarnos, simplemente.

La semana se hizo larga, pero yo permanecí inmutable.

Nunca vi a David tan feliz.

Hasta estaba relajado, algo imposible de imaginar en él.

Yo estaba tan segura de todo que no me estremecí en lo mas mínimo al darme cuenta que me había vuelto una perfecta mentirosa, y que iba a arruinarle la vida a David para siempre.

Pero nada me importaba, pronto estaría con Andrés, y nos iríamos lejos, y ya nada podría separarnos.

Todo seria absolutamente perfecto.

Para siempre.





Andrés miró su reloj. 21:30.

Estaba poniéndose nervioso.

Pero no, Julia no podía.

Ella no iba a mentirle.

No debía dudar de ella.

Pero tenía miedo. Y para colmo, mientras esperaba ahí, en la puerta de la iglesia, un viento frío soplaba, emitiendo un lúgubre sonido que lo asustaba aún más.

Cuando ellos habían comenzado a salir furtivamente, y soñaban con un futuro juntos, habían decidido que iban a casarse en esa iglesia.

Pero después…

Después…

Todo se derrumbó.

Cuando decidió irse de viaje, lo hizo pensando en nunca más volver, creyendo que podía olvidarla, pero…

El viento cesó repentinamente. El frío también.

Andrés escuchó unos tacos que se acercaban. Unos pasos firmes y decididos.

Unos pasos que él conocía muy bien.

Miró hacia el lado de donde provenían, y la vio.

Vestida de novia, más hermosa que nunca, Julia se acercaba hacia él.

Aunque deseaba correr hacia ella y abrazarla y besarla, Andrés la esperó, como un novio esperando en el altar.

Sonriendo, Julia llegó hasta él.

- Perdón. – dijo – Pero las novias siempre llegamos tarde.

- Ya no existe el tiempo para nosotros. – le dijo Andrés, acercándose a ella.

El viento volvió a soplar. Pero ahora como una suave brisa, con aroma a jazmines.





El celular de David sonó en su bolsillo, mientras él estaba parado en el altar.

Era el ringtone de Julia.

Sacó el celular, nervioso. Lo abrió. Había un mensaje multimedia.

Era una foto.

La vio: sonrientes y radiantes, Julia y Andrés estaban en ella, mostrando sus dedos anulares con las alianzas.

David estrelló su celular contra el piso, gritando de furia, con el cuerpo estremecido.

Después salió corriendo de la iglesia, y se subió a su auto, con los ojos desorbitados, manejando indefinidamente, sin ir a ningún lado.

Absolutamente sin rumbo.






13 diciembre 2006

52 - La Visita





Si bien sabía que no iba a despertarlo, Dorothy entró en puntas de pie al cuarto, y con igual cuidado se sentó en el sillón y apoyó en una mesita de junto el vaso de té helado con limón, cuidando también de que los hielos no tintinearan.

Ya cómodamente establecida, observó cómo Charles, el único hombre en el mundo al cual amó y amaba, dormía plácidamente en la cama de dos plazas de su cuarto.

Dorothy adoraba ese momento más que cualquier otro, más aún que leerle cuentos antes de dormir a Kevin, su hijo con Charles, ya que a este lo tenía a su lado todos los días, mientras que Charles no estaba nunca, y cuando venía a la casa, lo hacía sin avisar, y muy pocas veces en el año, como lo había hecho hoy por la mañana.

Dorothy estaba lavando las sábanas de su cama en el patio trasero, mientras Kevin intentaba en vano encestar la pelota en el aro de básquet, cuando el claxon de un camión sonó fuertemente en el frente de la casa.

- ¡Papá! – gritó Kevin alegremente, corriendo hacia allí.

- Charles… - dijo suavemente Dorothy, y después de que su mirada se quedara suspendida un instante en el aire, repleta de felicidad, se apresuró a colgar las sábanas, para que el hermoso sol de verano las secara rápidamente.

- Pero miren quien viene aquí… - dijo Charles, bajando del camión con dos bolsas, una con comida y otra con regalos para Kevin – El futuro Larry Bird.

Kevin abrazó fuertemente las piernas de su padre.

- ¡Te extrañé, papá!

- Yo también, hijo. Yo también.

Después Kevin soltó a su padre, y agachando la cabeza avergonzado, le contó:

- Aún no llego a anotar… pusiste el aro demasiado alto…

Con una de sus grandes manos, Charles tomó suavemente el mentón de su hijo, para que este lo mirase. Kevin subió la cabeza, y vio, allá en las alturas, como los macizos y blancos dientes de su padre resplandecían al sol mientras este le decía:

- Cuestión de entrenamiento. A la tarde jugaremos, y ya verás que podrás hacerlo.

Del rostro de Kevin desapareció todo rastro de vergüenza. Adoraba jugar con su padre.

Luego se encaminaron hacia la casa, mientras Kevin revisaba ansioso la bolsa llena de juguetes, golosinas e indumentaria de básquet.

Apoyada en el marco de la puerta, Dorothy los aguardaba.

- Hola Charles – le dijo, tratando de disimular un poco tanta alegría.

- Hola Dorothy – le dijo este, besándola en la mejilla – Ese peinado te queda hermoso.

Después Charles entró en la casa, seguido por Kevin.

Dorothy lo hizo segundos después, cuando se aseguró que el corazón no se le iba a escapar del pecho.




Mientras Charles y Kevin miraban en la TV la repetición de la aplastante victoria de Chicago Bulls a Utah Jazz de la noche anterior, por las finales de la NBA, Dorothy puso rápidamente manos a la obra, y en un santiamén la casa se llenó con los maravillosos olores de las comidas favoritas de Charles.

Un rato más tarde, este le daba golpecitos a su panza, suspirando satisfecho.

Dorothy y Kevin, ambos con los mentones descansando en sus manos, observaban a Charles con una mirada que era una mezcla de felicidad, admiración y satisfacción.

Charles también los miró, y con una mano despeinó alegremente a Kevin, y con la otra tomó la mano de Dorothy, y le dio un beso.

- Estoy muy feliz de volver a verlos.

Ambos sonrieron desbordantemente. Amaban escuchar esas palabras.




Dorothy tomó el vaso y dio un pequeño sorbo de té helado. En la habitación contigua, Kevin al igual que su padre, también dormía plácidamente, después que este le contó de sus viajes con el camión por todo el país, de las personas que conocía, de los diferentes colores de la tierra y el cielo, los aromas del viento, y los esplendidos amaneceres.

Dorothy le dio otro sorbo al té, y suspiró relajada.

Era una mujer muy activa y nerviosa, siempre preocupada por los quehaceres domésticos y por Kevin.

Nunca se permitía un segundo de descanso.

Salvo en estos momentos, cuando Charles regresaba.

Le complacía tanto verlo dormir tan profundamente, tan cómodo…

Sabia por familiares y amigos de Charles que este nunca podía conciliar bien el sueño. Tenía pesadillas, se movía constantemente, sufría de insomnio bastante seguido…

Pero cuando estaba en esta casa, durmiendo en esa grande y cómoda cama, parecía un bebé.

Dorothy sabía que en una hora, más o menos, Charles despertaría para jugar al básquet con Kevin, así que se levantó despacio del sillón, se recostó delicadamente en la cama, apoyó suavemente su cabeza en el pecho de Charles, escuchando el tranquilo ritmo del corazón; llenando su nariz con el olor del hombre a quien amaba.




- ¡Vamos! ¡Otra Vez!

- ¡No puedo, papá! ¡Está demasiado alto!

- ¡No importa! ¡Intentá de vuelta!

Kevin tiró otra vez. La pelota apenas llegaba a rozar la red del aro de básquet.

- ¿Vez? ¡No puedo! ¡Vamos, papá, bajá un poco el aro!

- No.

- Uf… ¿Por qué?

Charles se acercó a su hijo, y apoyando una de sus manazas en el hombre de Kevin, le dijo:

- Hijo, en la vida vas a encontrar desafíos que van a estar mucho más alto que ese aro. Y algunas veces, sólo vas a tener una sola oportunidad, un solo tiro. Tenés que dar el mejor esfuerzo, Kevin. En todo lo que hagas. Siempre. ¿Entendido?

- Si – dijo Kevin sonriendo mientras observaba el aro, comprendiendo la lección de su padre.

- Pero por hoy… - dijo Charles, tomando a Kevin de la cintura, y levantándolo en el aire – Sólo por hoy, haremos una excepción. ¡Tirá!

Kevin rió alegremente en las alturas, e hizo un excelente tiro, que entró limpiamente en el aro, sin tocar sus bordes.

- ¡Anotación! ¡Si! – dijo Kevin, con los puños en alto.

- ¡Muy bien! – dijo Charles, bajándolo y contemplándolo con orgullo.

Su hijo estaba creciendo sano y fuerte. Pronto sería un gran muchacho.

Después entraron a la casa. Dorothy los aguardaba con una deliciosa torta de chocolate.




El sol se ocultaba en el horizonte.

Dorothy y Kevin, tratando de disimular la tristeza, miraban hacia el césped, a los árboles o a las flores; a cualquier cosa menos a ese camión gigante, en donde ahora Charles guardaba un bolso repleto de comida que le había preparado Dorothy para el viaje.

Ese camión que se llevaría nuevamente a Charles, quitándoselo a ellos para entregarlo a las rutas silenciosas, a las nuevas ciudades por descubrir.

Charles bajó del camión y fue hacia ellos, a despedirse.

- Bueno – dijo, incómodo – Es hora.

- Así es – dijo Dorothy.

Kevin no dijo nada. Sólo observaba cómo los tres hacían círculos con los pies en el césped, con las manos en los bolsillos.

Charles besó a Dorothy en la mejilla, con delicada ternura. A Kevin le acarició el pelo.

- Los veré pronto –dijo Charles. Dar media vuelta y dirigirse al camión le costó un esfuerzo enorme.

Arrancó con un rugido feroz, y se alejó lentamente, mirando por el espejo retrovisor a Kevin y Dorothy, que lo despedían tímidamente con la mano.



Esa noche, Chicago Bulls volvía a jugar con Utah Jazz, pero Kevin no quiso ver el partido. Apenas probó su cena, y subió a su cuarto, en donde se quedó largo rato viendo la luna llena, redonda y brillante, acodado en el marco de la ventana.

Pero de tanto mirarla, esta le recordó a una pelota de básquet, así que cerró la ventana, e intentó dormir, aunque le resultaba imposible.

Dorothy lavó los platos, echó llave a las puertas, apagó todas las luces y subió a su cuarto, tratando de pensar en las cosas que debía comprar mañana en el supermercado.

Pero cuando se puso el camisón y se acostó en la cama, vio que el colchón conservaba la forma del cuerpo de Charles, y hasta su tibieza.

Entonces tomó una almohada y bajó hasta el living, pero Kevin le había ganado de mano: estaba acostado en el sofá.

- ¿Vos tampoco, mamá? – le preguntó Kevin a su madre, que se acercaba lentamente, con los ojos tristes iluminados por la luna.

- Yo tampoco – le contestó Dorothy, sentándose en la alfombra, al lado de su hijo.

- Contame un cuento – le pidió Kevin – Quizá así me pueda dormir, y vos también.

- Está bien. Pero nada de viajes ni de aventuras, ¿de acuerdo?

- Absolutamente.

Dorothy comenzó a narrar, a improvisar un cuento. Como bien le dijo a su hijo, uno que no hablara ni de viajes ni aventuras.

Uno que les permitiera dormir, sin pensar demasiado, sin sufrir demasiado.

Al menos, hasta el día siguiente.