56 - Día De Verano
Me agradaba tener a Eddie en casa.
Si bien a mi me gusta vivir solo con mis propios demonios (y de vez en cuando, con alguna chica que me cocine y sepa hacer el amor), disfrutaba la compañía de algunos amigos.
Y Eddie era uno de ellos.
Aunque el muy desgraciado ya se había adueñado de mi computadora, y todavía no hacía ni una semana que se había instalado.
- Che, Eddie. – le dije, desde el sofá donde estaba recostado mirando las manchas de humedad del techo y el inútil girar del ventilador – Esto no es un cyber, che.
- Ya se… - me contestó, sin despegar la vista de la pantalla – En cinco minutos termino.
- Eso mismo me dijiste hace una hora.
- No seas jodido. – dijo, mirándome – Vos también sos escritor y sabés que cuando te agarra la inspiración, es imposible escapar.
- ¿Con cuantos relatos estás?
- Cuatro – me contestó, volviendo a concentrarse en la pantalla.
A diferencia mía, Eddie podía trabajar simultáneamente un montón de ideas. Yo, en cambio, trabajaba de a una por vez.
- Bueno, metele, nomás – dije, mientras estiraba la mano hacia la caja de cigarrillos de la mesa ratona. Estaba vacía – Eddie, pasame esa caja de Marlboro que está junto a la impresora.
Eddie la tomó. También estaba vacía.
- Mierda. – dije, molesto – Voy a tener que bajar a comprar.
- Dale. – dijo Eddie – Y de paso comprate unas cervezas y unas pizzas. Estoy muerto de hambre y sed. Y encima en este departamento hace un calor de mil demonios. Un aire acondicionado no vendría mal, ¿eh?
La verdad que no, pensé. Pero lamentablemente, casi todas mis ganancias se las quedaba mi representante. Maldigo el día que le dije:
- Si lográs hacerme un escritor famoso, te llevas el ochenta por ciento de todo lo que gane.
Y lo logró. Mis libros hoy en día están en el centro de la crítica, y se venden como pan caliente. Pero yo apenas llego a pagar el alquiler de mi departamento.
Y bueno, todo sea por estar en lo mas alto (la fama es un orgasmo con mil putas).
Me levanté del sofá, arrojándole a Eddie un almohadón por la cabeza, debido a su cararrotez del aire acondicionado. Salí al balcón y miré.
- No puedo ir. – dije, consternado.
- ¿Eh? – preguntó Eddie, mientras lidiaba con la maltrecha barra espaciadora.
- Que no puedo ir a comprar. – Me da angustia.
- ¿Vos me estás cargando?
- No. Vení, mirá, así me entendés.
Eddie se levantó y se puso a mi lado.
- Miralas. – le dije, señalando hacia la calle – Ahí van.
Enero. 35 grados de calor. Las mujeres iban y venían por la calle con remeras apretadas y escotadas, que les hacían saltar las tetas, y con pantalones de telas tan delgadas que dejaban ver sus diminutas bombachas, sus culos firmes.
- Es el infierno, negro. – dije – Y no justamente por el calor.
- Ya veo. – dijo Eddie, tan absorto en ellas como yo.
- Te juro que si fuera por mí, me las llevaría a todas a la cama. A todas y cada una. Haría orgías de meses enteros.
- Años enteros.
- Dios las bendiga.
- No, chango. Esto es obra del Diablo.
- Tenés razón.
- ¿Te acordás que yo te había dicho una vez que a mi me gustaba mas el invierno que el verano porque cuando el frío me calaba hondo hasta los huesos, se me confundía con el dolor del alma, y entonces sufría un poco menos?
- Si.
- Bueno, también me gusta porque todas estas ninfas andan vestidas hasta el cuello. No sé les vé nada. Es más poético, tenés que dar rienda suelta a la imaginación, moldeando sus cuerpos en tu mente, desnudándolas secretamente sin permiso. En cambio esto…
- … esto es el colmo del histeriqueo. Es un “mirame y no me toques” sádico. No es seductor. Es provocadoramente explícito. Es pasarle la comida por la cara a un pobre mendigo.
- Exacto.
- Mirá esa morocha de allá. Se le llega a escapar una teta y te arranca un ojo.
- Y si le decís una guarrada se ofende.
- Seguro. Se visten como trolas pero pretenden que las tratés como princesas.
- Te lo digo: están completamente locas.
- Si. Que se mueran. Me tienen podrido.
- Si.
Entramos y nos sentamos en el sofá, cada uno sumido en sus pensamientos.
- Tengo hambre – dijo Eddie, después de un rato, mientras observaba una mesa llena de libros, todos cubiertos de polvo.
- Y yo quiero fumar – dije, mientras me daba cuenta que todos los cuadros del living estaban torcidos.
- ¿Vamos a comprar?
- Vamos.
- ¿Estará la kioskera del otro día, esa que tiene cara de petera? – preguntó Eddie.
- No. Esa trabaja los fines de semana. – respondí, cerrando la puerta de mi departamento.