En este Blog podran ver varios de mis cuentos que posteo permanentemente en los Talleres De Escritura de Psicofxp y Foro Metrópolis. Espero que los disfruten tanto como yo. See Ya!!!

30 diciembre 2006

56 - Día De Verano




Me agradaba tener a Eddie en casa.

Si bien a mi me gusta vivir solo con mis propios demonios (y de vez en cuando, con alguna chica que me cocine y sepa hacer el amor), disfrutaba la compañía de algunos amigos.

Y Eddie era uno de ellos.

Aunque el muy desgraciado ya se había adueñado de mi computadora, y todavía no hacía ni una semana que se había instalado.

- Che, Eddie. – le dije, desde el sofá donde estaba recostado mirando las manchas de humedad del techo y el inútil girar del ventilador – Esto no es un cyber, che.

- Ya se… - me contestó, sin despegar la vista de la pantalla – En cinco minutos termino.

- Eso mismo me dijiste hace una hora.

- No seas jodido. – dijo, mirándome – Vos también sos escritor y sabés que cuando te agarra la inspiración, es imposible escapar.

- ¿Con cuantos relatos estás?

- Cuatro – me contestó, volviendo a concentrarse en la pantalla.

A diferencia mía, Eddie podía trabajar simultáneamente un montón de ideas. Yo, en cambio, trabajaba de a una por vez.

- Bueno, metele, nomás – dije, mientras estiraba la mano hacia la caja de cigarrillos de la mesa ratona. Estaba vacía – Eddie, pasame esa caja de Marlboro que está junto a la impresora.

Eddie la tomó. También estaba vacía.

- Mierda. – dije, molesto – Voy a tener que bajar a comprar.

- Dale. – dijo Eddie – Y de paso comprate unas cervezas y unas pizzas. Estoy muerto de hambre y sed. Y encima en este departamento hace un calor de mil demonios. Un aire acondicionado no vendría mal, ¿eh?

La verdad que no, pensé. Pero lamentablemente, casi todas mis ganancias se las quedaba mi representante. Maldigo el día que le dije:

- Si lográs hacerme un escritor famoso, te llevas el ochenta por ciento de todo lo que gane.

Y lo logró. Mis libros hoy en día están en el centro de la crítica, y se venden como pan caliente. Pero yo apenas llego a pagar el alquiler de mi departamento.

Y bueno, todo sea por estar en lo mas alto (la fama es un orgasmo con mil putas).

Me levanté del sofá, arrojándole a Eddie un almohadón por la cabeza, debido a su cararrotez del aire acondicionado. Salí al balcón y miré.

- No puedo ir. – dije, consternado.

- ¿Eh? – preguntó Eddie, mientras lidiaba con la maltrecha barra espaciadora.

- Que no puedo ir a comprar. – Me da angustia.

- ¿Vos me estás cargando?

- No. Vení, mirá, así me entendés.

Eddie se levantó y se puso a mi lado.

- Miralas. – le dije, señalando hacia la calle – Ahí van.

Enero. 35 grados de calor. Las mujeres iban y venían por la calle con remeras apretadas y escotadas, que les hacían saltar las tetas, y con pantalones de telas tan delgadas que dejaban ver sus diminutas bombachas, sus culos firmes.

- Es el infierno, negro. – dije – Y no justamente por el calor.

- Ya veo. – dijo Eddie, tan absorto en ellas como yo.

- Te juro que si fuera por mí, me las llevaría a todas a la cama. A todas y cada una. Haría orgías de meses enteros.

- Años enteros.

- Dios las bendiga.

- No, chango. Esto es obra del Diablo.

- Tenés razón.

- ¿Te acordás que yo te había dicho una vez que a mi me gustaba mas el invierno que el verano porque cuando el frío me calaba hondo hasta los huesos, se me confundía con el dolor del alma, y entonces sufría un poco menos?

- Si.

- Bueno, también me gusta porque todas estas ninfas andan vestidas hasta el cuello. No sé les vé nada. Es más poético, tenés que dar rienda suelta a la imaginación, moldeando sus cuerpos en tu mente, desnudándolas secretamente sin permiso. En cambio esto…

- … esto es el colmo del histeriqueo. Es un “mirame y no me toques” sádico. No es seductor. Es provocadoramente explícito. Es pasarle la comida por la cara a un pobre mendigo.

- Exacto.

- Mirá esa morocha de allá. Se le llega a escapar una teta y te arranca un ojo.

- Y si le decís una guarrada se ofende.

- Seguro. Se visten como trolas pero pretenden que las tratés como princesas.

- Te lo digo: están completamente locas.

- Si. Que se mueran. Me tienen podrido.

- Si.

Entramos y nos sentamos en el sofá, cada uno sumido en sus pensamientos.

- Tengo hambre – dijo Eddie, después de un rato, mientras observaba una mesa llena de libros, todos cubiertos de polvo.

- Y yo quiero fumar – dije, mientras me daba cuenta que todos los cuadros del living estaban torcidos.

- ¿Vamos a comprar?

- Vamos.

- ¿Estará la kioskera del otro día, esa que tiene cara de petera? – preguntó Eddie.

- No. Esa trabaja los fines de semana. – respondí, cerrando la puerta de mi departamento.



22 diciembre 2006

55 - Vacaciones






DIA UNO:


Al bajar del avión, el sol brasileño me recibió cálido y radiante.

Eran mis primeras vacaciones en cinco años, y verdaderamente estaba entusiasmado.

Tomé un taxi y me dirigí al hotel.

Si estuviera en buenos aires, sin duda que estaría anotando las cosas que me llamaran la atención de las calles, para utilizarlas de musas en futuros cuentos.

Pero aquí, sentado en el taxi, y recorriendo las calles de Río de Janeiro, me limitaba sólo a observar.

En los últimos años no había hecho otra cosa más que escribir, y si bien había dado sus frutos, me sentía muy agotado mentalmente.

Así que me simplemente me relajé y observé, como un turista bobo, y me puse los anteojos de sol, vedando a mi perspicaz mirada de su manía de calar profundo en los detalles.

Llegué al hotel, que estaba frente a una playa, y me bajé del taxi sacándome los anteojos y mirando hacia el mar.

Puro, fresco y cristalino, me aguardaba.

Un suave y cálido viento me movió los cabellos antes de entrar al hotel, en donde me recibieron con todos los honores.

Subí a mi habitación, un cuarto muy bien iluminado, espaciosa y con vista al mar.

Desde allí pude ver a las hermosas mujeres brasileñas caminando por la playa, con movimientos felinos.

Observé la cama de dos plazas en donde había abierto mis valijas. Esperaba pronto que una de esas mujeres se enredara conmigo entre esas sábanas.

Me cambié, notando la increíble palidez de mi piel, y lo mucho que había bajado de peso.

Meses encerrado detrás de una máquina de escribir pueden deteriorarlo a uno enormemente.

Pero no me importó. Bajé despreocupado por el ascensor, sabiendo que pronto el sol broncearía mi piel.

- Garotas… ¡Ahí voy! – dije, en la puerta del hotel.

Mientras esperaba que unos autos pasaran para cruzar la calle, vi que en la mitad de la misma brillaba algo.

Cuando los autos pasaron, me acerqué al objeto.

Era una foto.

La levanté y observé: una chica, de más o menos unos 17 años, estaba retratada en ella.

Tenía la cabeza un poco gacha y de perfil hacia la cámara. Un mechón le caía sobre el rostro, al igual que una lágrima mezclada con el negro del delineador caía sobre su mejilla.

Miré el reverso de la foto. Había algo escrito:



Atormentado com o fim, nada dá certo pra mim, Nem quero mais tentar, Disolado e assustado eu não quis te procurar… Não posso consertar…


Yo no sabía hablar portugués, pero esas palabras me transmitieron una inmediata tristeza.

Un auto me tocó bocina para que me corriera de la calle. Me dirigí hacia la playa observando la foto, observando esa lágrima negra inmortalizada para siempre, al igual que esa hermosa chica.


DIA DOS:


El médico me dijo que aplicándome la crema, en unos días estaría bien, y que haciendo dieta y tomando la medicación correctamente, el dolor de cabeza y los vómitos se irían pronto.

Tan concentrado me había quedado del día anterior con la foto, que me había olvidado de ponerme la pantalla solar, y ahora tenía la piel roja y ardiente, además de una terrible insolación.

Acostado en la cama con una bolsa de hielo en la cabeza, ya no me sentía tan feliz como el día anterior.

Y no se debía ni a la piel ardiendo ni a la migraña.

Nada de eso.

Me había dado cuenta que esa foto me había atrapado.

Aunque hacía un enorme esfuerzo, no podía dejar de pensar en ella.

¿Quién era esa chica?

¿Por qué lloraba?

¿Su novio la había fotografiado?

¿Qué significaba lo que estaba escrito?

Ya no podía pensar en la arena, el sol, la playa y las garotas.

Tenía mis pensamientos enmarañados nuevamente por el canto de las musas.


DIA TRES:


Había cerrado todas las persianas del cuarto del hotel.

No quería que ningún ruido me perturbe.

Si bien la máquina de escribir que me habían conseguido no era muy buena, traté de concentrarme en la historia.

Apoyada en un pequeño florero junto a la máquina, estaba la foto.

La observé detenidamente. Respiré hondo. Comencé a tipear.

Pero inmediatamente me detuve.

Algo no estaba bien.

Algo pasaba.

Miré a mí alrededor, y las paredes de la habitación, pintadas de un alegre color celeste, me dieron la respuesta.


DIA CUATRO:


Miré el reloj: 19:40.

Hacía seis horas que estaba escribiendo.

Pero valía la pena. La historia iba cobrando forma.

Tipeé algunas palabras más, sólo par escuchar ese sonido tan familiar, tan mío…

Me levanté del escritorio y fui hasta la cocina.

Abrí la heladera y tomé una cerveza. Junto a ella, había un limón, y un queso que debería tirar pronto, si no quería verlo agusanado.

Le di un trago a la cerveza, mientras observaba por la ventana: el cielo contaminado; la gente apresurada; el mendigo de la esquina, inerte en su inactividad acaracolada; los bocinazos…

En el departamento de arriba, grunge.

En el de abajo, cumbia.

Ah… las ambivalencias cotidianas de Buenos Aires….

Observé las manchas de humedad de las paredes de mi departamento.

Sonreí.

Estaba de nuevo en casa.





18 diciembre 2006

54 - El Camino





(Este cuento fue escrito especialmente pensado para la gente del taller donde escribo. Probablemente muchas cosas no se entiendan, porque son sujetividades del grupo. Igual, espero lo disfruten)





Si algún fotógrafo con una buena noción del encuadre nos hubiese tomado una foto en ese instante a Morton y a mí, sin dudas habría sido una acertada descripción de nuestras vidas.

Parado en el medio del camino, con la mirada fija hacia delante, Morton observaba.

- ¿Creés que falte mucho, Miles?

Yo estaba sentado al costado del camino, fumando un cigarrillo y mirando hacía atrás, hacia el trayecto que habíamos hecho, recordando el pasado.

- Siempre falta mucho, Morton.

- No seas pesimista. Algún día tenemos que llegar a algún lado. Lo sé. Estoy seguro.

- La vida es un viaje en tren que no termina nunca, Morton. Salvo cuando te morís. Vas dentro del tren, mirando por las ventanillas la belleza o la fealdad del mundo. A veces más rápido, otras veces más despacio. Y si tenés suerte, te podés bajar un par de veces en alguna estación, comer algo, estar un rato con una hermosa mujer, e intercambiar cosas para el viaje. Porque cuando venga el próximo tren, te vas a subir en él, con la esperanza de que algún día el viaje va a terminar, que llegarás a ese lugar que tanto añorás. Pero eso no pasa nunca.

- Quizá una de esas estaciones sea el lugar que andás buscando.

Miré a Morton fijamente, con mis ojos de perro viejo y cansado. Los suyos también me miraban. Eran los de un cachorro feliz. Un joven lleno de ideales y sueños, como yo lo había sido alguna vez.

- Nunca lo había pensado. – dije – Quizá tengas razón. Ojalá la tuvieras.

- ¡Hey, chicos!

Caminando torpemente por los pastizales del campo al costado del camino, Nyarlotep venía con unas bolsas.

- ¿Conseguiste algo, Nyar? – le preguntó Morton.

- Si. – le contestó Nyarlotep, enjugándose el rostro completamente transpirado con un pañuelo que Morton le alcanzó – Conseguí papas y huevos para ustedes. Y algunas verduras para mí.

- Me imagino que los huevos no serán de pato, ¿no? – le preguntó Morton, pícaramente.

Nyarlotep se sonrojó.

- No… - dijo tímidamente – Ya aprendí la lección.

Me acerqué a él, y examiné los vendajes de sus manos.

- Tus manos están mejorando, androide. – le dije – Pronto vas a poder volver a escribir. Debiste haber dejado que yo fuera por las provisiones, así no las esforzabas.

- Estoy bien, Miles. Quería tomar aire fresco. El polvo de este camino me hace mal, me da dolores de cabeza.

- Si. – dije yo – Es insoportable.

- No te preocupes. – le dijo Morton, alcanzándole la cantimplora – Pronto llegaremos a algún lado. Ya se lo dije a Miles. Estoy absolutamente seguro.

- No se… - dijo Nyarlotep, con angustia – Ya estoy empezando a creer que Miles tiene razón, que nada nos espera.

La preocupación invadió el rostro de Morton.

- No, Nyar… Vos no… - dijo – No te me rindas vos también.

- Tranquilo, androide – le dije, apoyando mi mano en su hombro – Yo soy solo un viejo gruñón. En el fondo confió en Morton. Y además, aunque no encontremos nada… ¿Acaso tenemos algo mejor par hacer que esto?

Nyarlotep sonrió. Morton también, y me miró, como dándome las gracias.0

A pesar de mi dureza exterior y mis frases de negación y pesimismo, en el fondo de mi corazón, muy en el fondo, yo también seguía creyendo en mis sueños. Pero a diferencia de los de Morton, que eran a viva voz, los míos eran un pequeño susurro.

Una nube de polvo se levantaba desde la parte del camino que ya habíamos recorrido. Después de unos minutos, una camioneta se detuvo frente nuestro. Era Eddie.

- ¡Bien! – festejó Nyarlotep – Ya no tendremos que caminar.

- Buen trabajo, Mike – Le dije a Eddie, que estaba bajándose de la camioneta.

- ¿Pero cómo la conseguiste? – preguntó Morton, desconfiado.

- Nunca subestimes a mi cross de derecha – dijo Eddie, besándose el puño.

- ¡La robaste! – dijo Morton, atónito e indignado - ¡Eso está mal!

- En realidad no – dijo Eddie – Le aposté a un médico gringo que si le ganaba una pelea de box, me quedaba con su camioneta.

- Pero… ¿Y que pasaba si perdías? – preguntó Morton.

- Le daba tu cubo Rubik de oro.

- ¡Queeeeeeeeeeeeeeee!- gritó Morton

- Tranquilo, Morton, tranquilo – le dije, palmeándole la espalda – Las cosas salieron bien. Relax. Además, vos diste tu cubo por si era necesario comprar alimentos, cuadernos, lapiceras, y demás cosas par el viaje.

- ¡Si, pero no para apostar! – dijo Morton, enojado - ¡Que no vuelva a pasar! ¿Entendido? – tomó de mala manera su cubo Rubik que Eddie le alcanzaba, y lo acarició con suma ternura, hablándole - ¿Cómo está el nene de papá, eh? ¿El tío Eddie fue malo con vos?

- Y después dicen que Miles y vos están locos, Nyar – le dijo Eddie a Nyarlotep. Este sonrió.

- Bueno. – dije, después de observar la parte trasera de la camioneta – Es hora de irse. Conseguimos agua y provisiones. Ya estamos listos.

- Hasta te conseguí una lapicera Parker, Miles – dijo Eddie, arrojándomela.

La tomé, guiñándole un ojo. Aún en las peores situaciones no me gustaba abandonar mi estilo.

Por primera vez en todo el día, Morton miró fija y pensativamente el camino hacia atrás. Su rostro se entristeció.

- ¿Y si esperamos un poco más? – dijo.

- Pronto va a anochecer – dijo Nyarlotep – Es mejor apurarse.

- Yo no vi ni una condenada alma en kilómetros. – dijo Eddie – Salvo esos putos gringos.

Me acerqué a Morton. Le puse una mano en el hombro. El me miró, como tratando de buscar una explicación.

- Los tiempos cambian, amigo. - le dije – Y son muy pocos los que siguen luchando. Los que nos quedamos y seguimos perseverando somos los que hacemos la diferencia. Pero quizá más adelante encontremos gente nueva, que quiera acompañarnos en este viaje.

- Y quizá también nuestros viejos amigos sigan el rastro de cáscaras de banana que fui dejando por el camino mientras volvía para acá, y nos encuentren. - dijo Eddie, con su buen humor inquebrantable.

Morton suspiró. Miró a Nyarlotep. Este también los miró, y le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

- Está bien – dijo Morton, endureciendo el rostro - ¡Vamos, hay que seguir!

Eddie se sentó en el asiento del conductor. Nyarlotep le hizo compañía.

Morton y yo nos subimos atrás, junto con las provisiones.

Le di un golpe al techo de la camioneta.

- ¡Vamos, Eddie!

Justo cuando Eddie arrancaba, se escuchó un grito femenino.

- ¡Hey, esperen! ¡No se vayan sin mí!

Hice fuerza con la vista. Morton también.

- ¿Esa es…? – dijo este.

- ¿Podría ser…? – dije yo.

La mujer venía corriendo por el camino hacia nosotros. Se la notaba que hacia un gran esfuerzo.

Eddie detuvo el motor, y se asomó por la ventanilla.

- ¡Es Chaia!- dijo, alegremente.

- ¡Chaia! – dijeron Morton y Nyarlotep al unísono, con igual alegría.

- Lo que me faltaba – dije yo, agarrándome la cabeza.

Chaia llegó y se subió a la parte trasera de la camioneta. Estaba toda colorada, por la agitación. Traía una caja de zapatos, a la cual sostenía con sumo cuidado.

- No hay caso ¿eh? – le dije burlonamente – No puedo librarme de vos.

Chaia me sacó la lengua.

- Qué alegría verte, Chaia… - le dijo Morton – Creíamos que ya nadie más vendría con nosotros.

- Las chicas siempre llegamos tarde.

- ¿Conseguiste los medicamentos? - le pregunté.

- Hola Chaia ¿Estás bien? ¿Estás cansada? ¿Tenés sed? ¿Querés un poco de agua? - me dijo ella, irónicamente.

Le alcancé mi cantimplora. Ella me pasó la caja de zapatos.

- Espero que haya aspirinas… - dije – El dolor de cabeza me está matando.

- Adhiero – dijo Nyarlotep.

Abrí la caja. Dentro de ella no había medicamentos. Había otra cosa.

Había un gatito.

- ¿Qué carajo es esto, Chaia? - le dije, incrédulo y atónito.

- Un gato – me contestó.

- Ya sé que es un gato. – dije, enojado – Pero para qué queremos un gato ¿eh? ¡Nosotros te mandamos a buscar medicamentos!

- Es que yo los fui a buscar – dijo Chaia, tímidamente.

- ¿Y entonces? – el gatito me arañó un dedo.

- Es que lo vi abandonado al costado del camino, y me dio tanta pena… Cuando llegué a una granja, pedí un poco de leche y una caja para traerlo… Perdón… Me olvidé de los medicamentos.

- Ay, Dios… - dije, resignado – A mi me agarra un síncope. Si, no hay dudas.

Morton rió y se pudo a jugar con el gatito.

- Hay que ponerle un nombre. – dijo Chaia, pensativa.

- Arrancá, Eddie – dije, golpeando el techo de la camioneta.

- Últimamente me andan gustando los nombres franceses – prosiguió Chaia.

- ¡Arrancá, Eddie! – grité, con una migraña bien padre.

La camioneta salió rápidamente, levantando polvo, mientras Morton me ayudaba a ponerme una compresa de agua fría en la cabeza.

- ¿Qué tal Pierre? – preguntó Chaia.




17 diciembre 2006

53 - Letras Para Julia 3




PRIMERA PARTE: Cuento Nmro 1


SEGUNDA PARTE: Cuento Nmro 40




Sin dudas que mucho de tu sadismo ha corrompido mi alma, David.

En todo este tiempo que te cuidé, que me limité a decir “si”; a ser una decoración a tu lado; a abnegar mi vida por un cargo de conciencia al principio real pero después absurdo, ya que sólo te interesó tu felicidad, no la mía; en todo este tiempo a tu lado, la maldad y el deseo de venganza fueron seduciéndome lentamente hasta transformarse en mis principales amantes.

Y cuando me propusiste casamiento, pude ver todo claramente.

Me recuerdo a mi misma sonriendo radiantemente, aceptando.

Recuerdo tu sonrisa de imbécil creyendo que yo te amaba, que al fin me habías conseguido.

Nada más lejos que eso.

Era mi bautismo de fuego. Mi liberación de la conciencia.

En el tiempo que siguió, fui la mujer perfecta: salíamos a caminar de la mano; me vestía como una princesa para acompañarte a tus aburridas fiestas de la empresa y le sonreía a todos tus socios y a sus esposas; te preparaba comidas deliciosas; te llamaba todos los días al trabajo; teníamos sexo todas las noches…

No quería que dudaras de nada. Quería que todo fuese perfecto.

Y cuando Andrés me llamó, la venganza cerró perfectamente.

Antes de concebir el plan, yo había intentado contactarlo, pero me dijeron que había vendido todas sus cosas, y se había ido de viaje, sin decir adonde.

Recuerdo que cada vez que escuchaba pasar un avión por el cielo, pensaba en él, creyendo que nunca más volvería a verlo.

Pero no fue así.

Me llamó una semana antes de la boda.

Fue totalmente hermoso volver a escuchar su voz después de tanto tiempo…

Me habló sin parar durante quince minutos, pidiéndome, suplicándome que dejara todo y me fuera con él, que la culpa era absurda, que me amaba y ya no le importaba nada, y muchas cosas más que yo también pensaba.

Él no pudo creerlo cuando le dije: “El próximo sábado, tené las valijas preparadas. Y por favor, andá vestido de traje, y con dos alianzas. Nos vemos en aquella iglesia de Avellaneda, a las 21:00. No preguntés más nada. Sólo decí “si”. Por favor.

Andrés dijo “si” sin dudar un segundo, y nos reímos como tontos sin parar largo rato. Los “te quiero” y los “te amo” eran innecesarios. Ya lo sabíamos. Estábamos felices por volver a contactarnos, simplemente.

La semana se hizo larga, pero yo permanecí inmutable.

Nunca vi a David tan feliz.

Hasta estaba relajado, algo imposible de imaginar en él.

Yo estaba tan segura de todo que no me estremecí en lo mas mínimo al darme cuenta que me había vuelto una perfecta mentirosa, y que iba a arruinarle la vida a David para siempre.

Pero nada me importaba, pronto estaría con Andrés, y nos iríamos lejos, y ya nada podría separarnos.

Todo seria absolutamente perfecto.

Para siempre.





Andrés miró su reloj. 21:30.

Estaba poniéndose nervioso.

Pero no, Julia no podía.

Ella no iba a mentirle.

No debía dudar de ella.

Pero tenía miedo. Y para colmo, mientras esperaba ahí, en la puerta de la iglesia, un viento frío soplaba, emitiendo un lúgubre sonido que lo asustaba aún más.

Cuando ellos habían comenzado a salir furtivamente, y soñaban con un futuro juntos, habían decidido que iban a casarse en esa iglesia.

Pero después…

Después…

Todo se derrumbó.

Cuando decidió irse de viaje, lo hizo pensando en nunca más volver, creyendo que podía olvidarla, pero…

El viento cesó repentinamente. El frío también.

Andrés escuchó unos tacos que se acercaban. Unos pasos firmes y decididos.

Unos pasos que él conocía muy bien.

Miró hacia el lado de donde provenían, y la vio.

Vestida de novia, más hermosa que nunca, Julia se acercaba hacia él.

Aunque deseaba correr hacia ella y abrazarla y besarla, Andrés la esperó, como un novio esperando en el altar.

Sonriendo, Julia llegó hasta él.

- Perdón. – dijo – Pero las novias siempre llegamos tarde.

- Ya no existe el tiempo para nosotros. – le dijo Andrés, acercándose a ella.

El viento volvió a soplar. Pero ahora como una suave brisa, con aroma a jazmines.





El celular de David sonó en su bolsillo, mientras él estaba parado en el altar.

Era el ringtone de Julia.

Sacó el celular, nervioso. Lo abrió. Había un mensaje multimedia.

Era una foto.

La vio: sonrientes y radiantes, Julia y Andrés estaban en ella, mostrando sus dedos anulares con las alianzas.

David estrelló su celular contra el piso, gritando de furia, con el cuerpo estremecido.

Después salió corriendo de la iglesia, y se subió a su auto, con los ojos desorbitados, manejando indefinidamente, sin ir a ningún lado.

Absolutamente sin rumbo.






13 diciembre 2006

52 - La Visita





Si bien sabía que no iba a despertarlo, Dorothy entró en puntas de pie al cuarto, y con igual cuidado se sentó en el sillón y apoyó en una mesita de junto el vaso de té helado con limón, cuidando también de que los hielos no tintinearan.

Ya cómodamente establecida, observó cómo Charles, el único hombre en el mundo al cual amó y amaba, dormía plácidamente en la cama de dos plazas de su cuarto.

Dorothy adoraba ese momento más que cualquier otro, más aún que leerle cuentos antes de dormir a Kevin, su hijo con Charles, ya que a este lo tenía a su lado todos los días, mientras que Charles no estaba nunca, y cuando venía a la casa, lo hacía sin avisar, y muy pocas veces en el año, como lo había hecho hoy por la mañana.

Dorothy estaba lavando las sábanas de su cama en el patio trasero, mientras Kevin intentaba en vano encestar la pelota en el aro de básquet, cuando el claxon de un camión sonó fuertemente en el frente de la casa.

- ¡Papá! – gritó Kevin alegremente, corriendo hacia allí.

- Charles… - dijo suavemente Dorothy, y después de que su mirada se quedara suspendida un instante en el aire, repleta de felicidad, se apresuró a colgar las sábanas, para que el hermoso sol de verano las secara rápidamente.

- Pero miren quien viene aquí… - dijo Charles, bajando del camión con dos bolsas, una con comida y otra con regalos para Kevin – El futuro Larry Bird.

Kevin abrazó fuertemente las piernas de su padre.

- ¡Te extrañé, papá!

- Yo también, hijo. Yo también.

Después Kevin soltó a su padre, y agachando la cabeza avergonzado, le contó:

- Aún no llego a anotar… pusiste el aro demasiado alto…

Con una de sus grandes manos, Charles tomó suavemente el mentón de su hijo, para que este lo mirase. Kevin subió la cabeza, y vio, allá en las alturas, como los macizos y blancos dientes de su padre resplandecían al sol mientras este le decía:

- Cuestión de entrenamiento. A la tarde jugaremos, y ya verás que podrás hacerlo.

Del rostro de Kevin desapareció todo rastro de vergüenza. Adoraba jugar con su padre.

Luego se encaminaron hacia la casa, mientras Kevin revisaba ansioso la bolsa llena de juguetes, golosinas e indumentaria de básquet.

Apoyada en el marco de la puerta, Dorothy los aguardaba.

- Hola Charles – le dijo, tratando de disimular un poco tanta alegría.

- Hola Dorothy – le dijo este, besándola en la mejilla – Ese peinado te queda hermoso.

Después Charles entró en la casa, seguido por Kevin.

Dorothy lo hizo segundos después, cuando se aseguró que el corazón no se le iba a escapar del pecho.




Mientras Charles y Kevin miraban en la TV la repetición de la aplastante victoria de Chicago Bulls a Utah Jazz de la noche anterior, por las finales de la NBA, Dorothy puso rápidamente manos a la obra, y en un santiamén la casa se llenó con los maravillosos olores de las comidas favoritas de Charles.

Un rato más tarde, este le daba golpecitos a su panza, suspirando satisfecho.

Dorothy y Kevin, ambos con los mentones descansando en sus manos, observaban a Charles con una mirada que era una mezcla de felicidad, admiración y satisfacción.

Charles también los miró, y con una mano despeinó alegremente a Kevin, y con la otra tomó la mano de Dorothy, y le dio un beso.

- Estoy muy feliz de volver a verlos.

Ambos sonrieron desbordantemente. Amaban escuchar esas palabras.




Dorothy tomó el vaso y dio un pequeño sorbo de té helado. En la habitación contigua, Kevin al igual que su padre, también dormía plácidamente, después que este le contó de sus viajes con el camión por todo el país, de las personas que conocía, de los diferentes colores de la tierra y el cielo, los aromas del viento, y los esplendidos amaneceres.

Dorothy le dio otro sorbo al té, y suspiró relajada.

Era una mujer muy activa y nerviosa, siempre preocupada por los quehaceres domésticos y por Kevin.

Nunca se permitía un segundo de descanso.

Salvo en estos momentos, cuando Charles regresaba.

Le complacía tanto verlo dormir tan profundamente, tan cómodo…

Sabia por familiares y amigos de Charles que este nunca podía conciliar bien el sueño. Tenía pesadillas, se movía constantemente, sufría de insomnio bastante seguido…

Pero cuando estaba en esta casa, durmiendo en esa grande y cómoda cama, parecía un bebé.

Dorothy sabía que en una hora, más o menos, Charles despertaría para jugar al básquet con Kevin, así que se levantó despacio del sillón, se recostó delicadamente en la cama, apoyó suavemente su cabeza en el pecho de Charles, escuchando el tranquilo ritmo del corazón; llenando su nariz con el olor del hombre a quien amaba.




- ¡Vamos! ¡Otra Vez!

- ¡No puedo, papá! ¡Está demasiado alto!

- ¡No importa! ¡Intentá de vuelta!

Kevin tiró otra vez. La pelota apenas llegaba a rozar la red del aro de básquet.

- ¿Vez? ¡No puedo! ¡Vamos, papá, bajá un poco el aro!

- No.

- Uf… ¿Por qué?

Charles se acercó a su hijo, y apoyando una de sus manazas en el hombre de Kevin, le dijo:

- Hijo, en la vida vas a encontrar desafíos que van a estar mucho más alto que ese aro. Y algunas veces, sólo vas a tener una sola oportunidad, un solo tiro. Tenés que dar el mejor esfuerzo, Kevin. En todo lo que hagas. Siempre. ¿Entendido?

- Si – dijo Kevin sonriendo mientras observaba el aro, comprendiendo la lección de su padre.

- Pero por hoy… - dijo Charles, tomando a Kevin de la cintura, y levantándolo en el aire – Sólo por hoy, haremos una excepción. ¡Tirá!

Kevin rió alegremente en las alturas, e hizo un excelente tiro, que entró limpiamente en el aro, sin tocar sus bordes.

- ¡Anotación! ¡Si! – dijo Kevin, con los puños en alto.

- ¡Muy bien! – dijo Charles, bajándolo y contemplándolo con orgullo.

Su hijo estaba creciendo sano y fuerte. Pronto sería un gran muchacho.

Después entraron a la casa. Dorothy los aguardaba con una deliciosa torta de chocolate.




El sol se ocultaba en el horizonte.

Dorothy y Kevin, tratando de disimular la tristeza, miraban hacia el césped, a los árboles o a las flores; a cualquier cosa menos a ese camión gigante, en donde ahora Charles guardaba un bolso repleto de comida que le había preparado Dorothy para el viaje.

Ese camión que se llevaría nuevamente a Charles, quitándoselo a ellos para entregarlo a las rutas silenciosas, a las nuevas ciudades por descubrir.

Charles bajó del camión y fue hacia ellos, a despedirse.

- Bueno – dijo, incómodo – Es hora.

- Así es – dijo Dorothy.

Kevin no dijo nada. Sólo observaba cómo los tres hacían círculos con los pies en el césped, con las manos en los bolsillos.

Charles besó a Dorothy en la mejilla, con delicada ternura. A Kevin le acarició el pelo.

- Los veré pronto –dijo Charles. Dar media vuelta y dirigirse al camión le costó un esfuerzo enorme.

Arrancó con un rugido feroz, y se alejó lentamente, mirando por el espejo retrovisor a Kevin y Dorothy, que lo despedían tímidamente con la mano.



Esa noche, Chicago Bulls volvía a jugar con Utah Jazz, pero Kevin no quiso ver el partido. Apenas probó su cena, y subió a su cuarto, en donde se quedó largo rato viendo la luna llena, redonda y brillante, acodado en el marco de la ventana.

Pero de tanto mirarla, esta le recordó a una pelota de básquet, así que cerró la ventana, e intentó dormir, aunque le resultaba imposible.

Dorothy lavó los platos, echó llave a las puertas, apagó todas las luces y subió a su cuarto, tratando de pensar en las cosas que debía comprar mañana en el supermercado.

Pero cuando se puso el camisón y se acostó en la cama, vio que el colchón conservaba la forma del cuerpo de Charles, y hasta su tibieza.

Entonces tomó una almohada y bajó hasta el living, pero Kevin le había ganado de mano: estaba acostado en el sofá.

- ¿Vos tampoco, mamá? – le preguntó Kevin a su madre, que se acercaba lentamente, con los ojos tristes iluminados por la luna.

- Yo tampoco – le contestó Dorothy, sentándose en la alfombra, al lado de su hijo.

- Contame un cuento – le pidió Kevin – Quizá así me pueda dormir, y vos también.

- Está bien. Pero nada de viajes ni de aventuras, ¿de acuerdo?

- Absolutamente.

Dorothy comenzó a narrar, a improvisar un cuento. Como bien le dijo a su hijo, uno que no hablara ni de viajes ni aventuras.

Uno que les permitiera dormir, sin pensar demasiado, sin sufrir demasiado.

Al menos, hasta el día siguiente.




22 noviembre 2006

51 - Biografía


El hombre tomó con desconfianza el cuaderno que el joven periodista le alcanzaba orgullosamente, y leyó donde primero se posaron sus ojos:

…”Un hombre y su lucha interna por conocerse y al mismo tiempo por escapar de sí mismo…”

Arrojó el cuaderno sobre la mesa, con desagrado, y le preguntó al periodista, que había cambiado su expresión de orgullo por una de confusión:

- Decime, pibe… ¿Qué carajo es eso?

- S-su biografía, señor… - contestó el periodista, desconcertado – Hace más de un año que me reúno con usted para…

- Eso ya lo sé, pibe. – interrumpió el hombre – Me refiero… ¿esa es mi biografía, o un cuentito de hadas hecho por un periodista con acné?

El periodista sintió que le transpiraban las manos.

- ¿Sabés por qué no me negué a que escribieran sobre mí vos y otros imbéciles colegas tuyos?

- Eh… No… ¿Po-por qué?

- Por aburrimiento. – el hombre se levantó de la silla y caminó por el cuarto – Los días son muy largos en una cárcel, pibe. – posó su mano en una de las paredes del cuarto - ¿Vez esta mancha de humedad? Está en todos lados. En este lugar, no hay nada que brille. Todo es un asco: camas de cemento, comida con gusanos, el olor a mierda de tus compañeros de celda… - suspiró, cansado – Los mejores momentos acá dentro son cuando conseguís algunos cigarrillos… Es difícil de explicar… Los cigarrillos son algo que te conecta con el allá afuera, con los buenos viejos tiempos, ¿entendés?

Miró al periodista. Este tomaba nota febrilmente.

- Che, pibe… ¿Vas a escuchar, o a seguir escribiendo pelotudeces?

El periodista dejó su lapicera con timidez. Después, pensativamente, le preguntó al hombre:

- A qué se refiere con “los buenos viejos tiempos”?

El hombre sonrió.

- Ya sabés. Los tiempos en que mi presencia en las calles aterrorizaba a las ciudades.

- Un momento… - dijo el periodista, confundido - ¿Eso significa que usted añora los tiempos en que robaba, violaba y mataba?

El hombre volvió a sentarse. Irónicamente, le dijo al periodista:

- Cómo se nota que nunca me escuchaste verdaderamente… Quizá fui un mal interlocutor…

Se quedaron un rato en silencio. Después, el hombre apoyó los codos en la mesa, y dijo:

- Acercate, pibe.

- ¿Perdón? – preguntó este, desconfiado.

- Dale, acercate. No te voy a matar. Me siento demasiado cansado para eso. Vamos, quiero contarte un secreto.

Atemorizado, el periodista acercó su rostro. El hombre le habló al oído, en un susurro gélido y aterrador:

- No tengo una lucha interna conmigo mismo. No me arrepiento de nada de lo que hice. Si saliera hoy mismo, lo primero que haría sería matar a un maldito banquero, violar a la puta de su mujer, y arrojar por la ventana a su consentido hijo. Pibe, abrí bien las orejas: si querés conocer la maldad pura, sólo tenés que mirarme a los ojos.

El periodista tragó saliva, y alejó su cabeza lentamente, sin atreverse a levantar la mirada. El hombre sonrió y se levantó.

- Bueno, suficiente por hoy. Ya podés ir a cambiarte los pañales. – dijo mientras le golpeaba la puerta al guardia. Antes de salir, agregó – Si vos y tus colegas quieren escribir algo acerca de mí, escriban algo verdadero. No quiero que mi biografía sea Blancanieves. Sean sinceros… Yo lo soy.

El hombre salió riendo. El periodista tomó su cuaderno, con el estómago revuelto, y leyó una parte cualquiera:

…” Los vagos recuerdos de una infancia feliz”…

Después se levantó y se fue de la cárcel, buscando por las calles un cesto de basura.

03 noviembre 2006

50 - El Amante

Cuando la bala atravezó la cabeza del taxista justo por entre medio de sus ojos, para luego romper el vidrio trasero del taxi, supe que mi muerte sería muy distinta a como la habia imaginado.

No sería de un infarto a los cien años, en la tranquila soledad de una cabaña en el bosque, con el viento azotando las ventanas escarchadas por la nieve, y conmigo junto al hogar de leña cálido y crepitante, tomando cognac de 50 años, escuchando Vivaldi, y mirando las fotos de mis amigos muertos hace ya mucho tiempo.

En el instante fugaz en que ví la membrana mucosa gris escurriedose por el agujero en la parte trasera de la cabeza del taxista, mientras sentía mi cara salpicada de su sangre caliente; en ese instante supe que todo sería diferente.

Observé hacia adelante, y parado frente al taxi, con un sobretodo grís y con el rostro chorreando el agua de la intensa lluvia, estaba parado un hombre, apuntando con un arma hacia el taxista ya muerto, mirándolo aturdida y fijamente.

No conocía a ese hombre; no lo habia visto jamás en mi vida. Pero sabía quien era. Era obvio, elemental.

Recordé la voz de ella saliendo a travéz de sus labios pintados de un carmín intenso, en la cama de la habitación de un hotel bañada en luz anaranjada.

Aquellas palabras, que ese día había ignorado, ahora se presentaban ante mí nítidamente, en el recuerdo de esa pausa de sexo, en ese momento de transpiración, húmedo agotamiento, y humo de cigarrillos.

- Tengo miedo - me habia dicho ella - Mi marido es muy violento.

El hombre ahora me apuntaba a mi, con los ojos inyectados y la boca deformada en una expresión de furia.

Tenía el tiempo justo y necesario para arrepentirme, para creer en el Dante y su Purgatorio.

Pero no lo hice. Todo lo contrario.

Sonreí, guiñándole un ojo.

Una vena asomó en su frente. Los músculos del cuello se le tensionaron. Disparó.

Antes de morir, antes de que la bala tocara mi cuerpo enlanzandome con la oscuridad eterna; en ese instante interminable me ví a mi mismo, viejo, mirando caer la nieve a travéz de la ventana de una hermosa cabaña, con el sabor del cognac en mi boca, y las cálidas llamas del hogar danzando al dulce ritmo de Vivaldi.

Después de eso, ya no ví mas nada del mundo que conocí. No ví al hombre que no oponía resistencia cuando la policia lo arrestaba; no ví mi propio cuerpo acribillado por nueve balazos, inerte dentro del taxi; no vi mas nada de toda esta ciudad de nieblas y lluvia interminable.

Ví otra cosa.

Vi escritas unas palabras, con carácteres negros, en el dintel de una puerta, al mismo tiempo que oía los lejanos pero aterradores gritos de los demonios, que aguardaban por mi:

"¡Oh, vosotros, los que entrais, abandonad toda esperanza!"



07 septiembre 2006

49 - El Guerrero





Aunque sabía que la batalla era inevitable, el hombre realizaba lentamente todas sus acciones, demorando lo máximo posible el momento de la confrontación.

Y no se debía a que era un cobarde, todo lo contrario.

Pero estaba solo en esta lucha.

Ni escudero ni compañero de armas. Absolutamente solo.

Y eso le pesaba mucho en su interior, le generaba autocuestionamientos.

¿Estaba equivocado en pelear? ¿Debía rendirse?

Todos los días se hacía esas preguntas.

Se afeitó, se duchó, se vistió y desayunó, todo al extremo máximo de la lentitud, hasta el último segundo posible.

Finalmente, se miró en el espejo del vestíbulo, respiró profundamente, tomó su arma y salió a la calle.

Al doblar la primera esquina, sus enemigos lo rodearon por todos los frentes:

Gente caminando como autómatas, con la mirada fija en sus celulares, mirando los mensajes de texto, mirando la hora, o mirando sin saber por qué.

Carteles de lencería femenina con modelos de rostros bordeando lo plástico, debido al bótox.

Negocios de comida rápida abarrotados por los mismos pseudo-zombies de los celulares.

El humo de los caños de escape brotando de las infinitas filas de autos en las avenidas, que se proclamaba como el reemplazante de la niebla, adornado por supuesto con el aguijoneante ruido de las bocinas.

Pantalones, zapatillas y remeras que valían la mitad de los sueldos promedio, y en algunos casos, el sueldo entero.

Shoppings tan altos que tapaban completamente la luz del sol, complementádonse con el humo de los caños de escape, e instaurando así las tinieblas.

Afiches que empapelaban hasta el último rincón posible, publicitando programas de televisión vacíos de contenido, espectáculos extranjeros con entradas tan caras como las zapatillas, o aspirinas para el dolor de cabeza.

El hombre miró todo esto con el mismo asco y repulsión que lo invadía siempre al hacerlo (pero también con tristeza y lástima), se subió el cuello de su sobretodo, y acelerando el paso firmemente a través de las veredas minadas de colillas de cigarrillos, observó su arma.

Era un libro. Ray Bradbury: “El Hombre Ilustrado”.

Lo abrió en el cuento “La Mezcladora de Cemento”, y antes de ensimismarse en la lectura, se respondió a sí mismo la pregunta que se había hecho antes de salir de su casa, con la misma respuesta de todos los días:

No.





15 julio 2006

48 - Emmanuèle





- Hoy es mi día de suerte – pensó Emmanuèle, la clocharde, levantando del piso una billetera.

Se fue rápidamente hacia un callejón, y examinó su tesoro.

Dos francos. Sólo dos francos. Ah, merde alors.

Pero bueno, podría comprar algo de vino con eso, y algo es algo.

Salió del callejón, y se dirigió hacia lo de Habeb, para comprar el tinto.

La noche anterior había llovido, así que el piso le ofrecía espejos gratis por doquier. Le venían muy bien ahora que el desgraciado de Cèlestin le había robado el suyo.

- Maldito Cèlestin – pensó la clocharde, mientras se miraba en un charco, untándose maquillaje en los pómulos, ya abarrotados del mismo – Antes fueron las sardinas, y yo te perdone. Que idiota fui. Pero esta vez voy a encontrarte, y me las vas a pagar, si.

Emmanuèle siguió hablando sola, hasta que una melodía proveniente del Pont des Arts la detuvo en seco.

Se dirigió rápidamente hacia allí, y vio a un viejo tocando el violín para una parejita de enamorados, que sonreían y se fundían en un abrazo ante cada nota del instrumento.

Cuando terminó la canción y los enamorados se fueron, Emmanuèle se acercó al viejo, y leyó un cartelito que éste tenía a sus pies:

UNA CANCION POR DOS FRANCOS

La clocharde pensó unos momentos, y después sacó con sus dedos sucios del bolsillo de su largo sobretodo negro los dos francos que había encontrado.

Pensó en el vino, y sintió el palpitar de su lengua.

Pero después pensó en Cèlestin, y sintió el palpitar de su corazón.

Emmanuèle depositó el dinero en un sombrero que había en el piso, y después miró hacia el sol, que estaba comenzando a desaparecer en el atardecer parisino.

- ¿Qué canción desea escuchar, madame? – le preguntó caballerosamente el viejo a la mujer con una bufanda roja en la cabeza a modo de vincha, y con unos ojos llenos de tristeza, fijos en el horizonte.

- “Les Amants Du Havre” – dijo Emmanuèle, sin dudarlo.

El viejo asintió con la cabeza, y tratando de soportar estoicamente el fuerte olor a suciedad de la clocharde, comenzó a tocar.

Las primeras notas entraron directo en el corazón de Emmanuèle, como una puñalada de desamor, y ésta se tomó el pecho, cerrando los ojos por el dolor.

Si hubiese estado borracha, probablemente hubiera cantado a gritos, como aquella vez en el callejón con aquél misterioso extranjero que usaba una hermosa y envidiable canadiense.

Pero ahora estaba sobria.

Sin vino.

Sin extranjero.

Sin Cèlestin.

La clocharde susurró muy bajito, acercándose al borde del puente:

- Puisque la terre est ronde, mon amour t’en fais pas, moun amour, t’en fai pas.

El Sena, que hasta ese entonces había estado en pacífica quietud, de repente sintió que algo golpeaba en su superficie.

Era algo muy conocido por él, algo que caía en grandes cantidades sobre él, todos los días, y que a veces era de alegría y otras veces, como esta, de tristeza:

Eran lágrimas de amor.






22 junio 2006

47 - Una y Otra Vez




La luz mercurial de la luna llena iluminaba la habitación revuelta, desordenada y sucia.

Libros de Bukowski, Dylan Thomas y Chuck Palahniuk se amontonan en una mesa.

La biblioteca la ocupaban una variedad incontable de bebidas alcoholicas, de muy buena calidad.

En la televisión, la película “Crash”, de David Cronemberg, estaba en mute.

En el equipo de audio, Morphine sonaba estrenduosamente. La canción: “Super Sex”.

El hombre salió del baño, recién duchado y completamente mojado, y sacó un toallón impecablemente limpio del placard, que tenía por todos lados fotos de mujeres, todos con un número escrito con fibrón indeleble, salvo una, y se secó aplicadamente.

Tomó la caja de cigarrillos de la mesita de luz, encendió uno, y se quedó contemplando un buen rato su desnudez en el espejo, en gran parte cubierta de tatuajes, con gran satisfacción.

Un teléfono sonó en algún lugar de la habitación. El hombre lo buscó rápidamente, y lo encontró bajo la cama. Atendió.

Era Susana, la mujer con la que tenía que encontrarse esa noche.

Que feo nombre: Susana.

Pero era toda una perra que cogía como los dioses, a pesar de ser una cuarentona en la típica bancarrota emocional por no haberse casado y tenido hijos, y más allá de ser una putita en la cama, en el fondo era un ángel gris, una mujer con ojos de perro triste, de perro sin amo, y aullando bajo la lluvia.

Pero no pensemos en esto, se decía el hombre a sí mismo mentalmente mientras arreglaban el lugar del encuentro, sólo pensá en cuatro letras:

P –U- T- A

El hombre sonrió mientras se despedía de Susana. Esos pensamientos eran su placebo, su salvavidas, su ceguera voluntaria.

Se vistió con un buen traje italiano que le regaló otra de sus amantes, la número 17, revisó su billetera: dos billetes de diez y uno de cinco pesos.

Se estaba quedando sin cash. Tendría que visitar a la 28.

Pero igual no se preocupó. Susana también tenía una buena posición económica, ella pagaría la cena y el hotel.

En un elegante bolso de cuero negro (regalo de cumpleaños por parte de la número 55), guardó tres cajas de preservativos, un gel lubricante, anfetaminas, gillettes, una lapicera, una libretita, y antes de guardar el fibrón indeleble (lo usaba para escrachar trenes, subtes, colectivos y cualquier lugar público, siempre con la misma frase: INTO THE VOID), escribió en la foto de Susana (la que faltaba numerar) el número correspondiente: 73.

Antes de salir del departamento, se dirigió a la biblioteca, y tomó un buen trago de vodka (un verdadero néctar de los dioses, cortesía de la número 32), y dio un suspiro de satisfacción, o quizá de desahogo.

Mientras cerraba la puerta con llave, pensó, como pensaba siempre antes de una cita, si en verdad era un hijo de puta, como le había dicho hace tiempo la número 1.

Se respondió también lo que se respondía siempre ante esa pregunta, y era lo que le había dicho la número 13: “Puede ser, pero… ¿A quién le importa?”

Sonrió, encendió otro cigarrillo, y se fue caminando a paso tranquilo, seguro, con la mirada de un ganador nato, de un hombre que es dueño de las divisas de la libertad para jugar con las mujeres, a su entero antojo, una y otra vez.



15 junio 2006

46 - El Prestidigitador



El fín de la infancia de todo hombre comienza cuando se da cuenta de los tesoros que ocultan las mujeres bajo sus ropas.

El pequeño príncipe se convierte en el gran rey, en el Aquiles esperando en el vientre del caballo de troya junto a un ejército de mentiras para conquistar esos tesoros.

Pero Aquiles tenía un talon que…

El deseo puede mas que todo, y el hombre que fue jueves sólo porque una mujer se lo pidió, ahora le da otra vuelta de tuerca a los mecanismos de su comportamiento, y se convierte en lunes, sólo porque otra mujer se lo pide.

Pero esa otra mujer termina abandonándo a este hombre, porque ellunes es el día mas aburrido de la semana.

Y este pobre tipo, que al principio le contaba a todos con una gran sonrisa su relato de cómo conquisto este tesoro de curvas peligrosas, ahora termina en un húmedo y roñoso bar de mala muerte, borracho y perdido, contando el relato de un naufrago en las aguas de la soledad, del rechazo femenino, a otros desdichados como él.

Pero hay otros que conocen a la perfección los secretos del lenguaje, y saben caminar en puntas de pie por las noches, cuando el silencio de los corderos no puede ser delator, y toman por descuido a estas ninfas del bosque, que no ofrecen resistencia a este predistigitador que les saca todos los tesoros entre susurros penetrantes y sigilosas caricias.

Más tarde, llenas de resentimiento, ellas dirán: “Son todos iguales”.

Ojalá todos los hombres fueramos iguales a ese habíl mago.

Yo aún estoy analizádolas a través de mis vidrios de colores, haciendo un estudio en escarlata, en amarillo, en sepia y en lo que sea, tratando de descubrir algún patrón, algun punto débil que me permita atraparlas.

Pero ellas siempre se van con el predistigitador, y yo me quedo solo, con el mazo de naipes en la mano, con mis trucos imperfectos.

Y no me queda otra que hacer un castillo con las cartas, que siempre se derrumba, con la mas simple brisa, hasta con el aire que produce el aleteo de una mosca.

08 junio 2006

45 - Los Baches Creativos





- Miles, estoy deprimido.

- ¿Qué te anda pasando, androide?

- Bache Creativo.

- ¡Uh! ¿En serio?

- Si.

- ¡Que mal! Vení, sentate y hablemos. ¿Tomás algo?

- Dame algo fuerte. Una chocolatada doble.

- Ok. Bueno, contame de ese bache creativo. ¿En donde se te apareció? ¿Dormitorio, baño, comedor?

- En la cocina.

- Uh, ese es de los peores.

- Si, me tropiezo siempre con él. El otro día casi la quemo a mi hermana con un té.

- Ah, entonces tiene su lado positivo, jejeje.

- Jajaja.

- No, che, hablando en serio, no tenés que hacerte drama, nos pasa a todos los artistas. El eterno resplandor de la creatividad iluminando nuestra imaginación no existe. Es todo esfuerzo y perseverancia.

- Te juro que me esfuerzo, pero no me sale ni una letra. ¿Vos que haces cuando te bloqueás?

- Escribo cuentos igual, pero malos.

- ¿Pero no te paso que ni siquiera un cuento malo te salga?

- No, salvo en la ronda 14, llegué siempre a escribir algo.

- ¿Y que te paso en la 14?

- El bache se apareció en mi cuarto, me tropecé con él, caí al piso, y perdí el conocimiento golpeándome con la mesita de luz. Cuando desperté, la ronda había cerrado.

- Mala suerte.

- Sep.

- ¿Y no tenés miedo de que llegue el día de la ausencia creativa absoluta, de que en vez de tropezar con el bache, directamente sea un pozo enorme, y te caigas dentro?

- Si ese día llega, mejor que no me golpeé la puerta. ¡Porque lo vuelo de un escopetazo!

- Ya entendí, Miles, no hace falta que me apuntes con la escopeta.

- Perdón, son los nervios.

- Uf… No sé que hacer, realmente. Si tan solo se me ocurriera una idea chiquitita aunque sea…

- Buscá en tu esencia.

- ¿Cómo es eso?

- Claro, tu esencia como escritor. Por ejemplo: LuliSP es macabra, EddieVH es violento, Kayser Soze es pesimista, Bender3001 es Sci-Fi, Chaia es… bueno, andá a saber qué es Chaia.

- ¿Y vos y yo, qué somos?

- Yo aspiro a ser como Charlie Kauffman, y vos sos sangriento.

- Es verdad…

- Sos oscuro…

- Si…

- Sos psicótico…

- ¡Si!

- Sos un groso, sabelo.

- Si… ahora puedo verlo claramente… ¡Mi esencia es el terror, la pesadilla!

- Exacto.

- Pasame una birome. Tengo una idea. Es increíble. Siento llover imágenes en mi mente. Una verdadera catarata.

- Tomá, escribilo antes de que se te vayan.

- Si. A ver… “La encontró antes del atardecer, con el rostro desfigurado. Las rosas que él le había regalado, ahora eran un manojo de flores rotas, fuertemente apretado entre sus manos. Su cuerpo todavía estaba tibio. Tibio como el último beso que se habían dado al despedirse, entre sonrisas y señales de amor en cada…”

- Listo, no hace falta que sigas escribiendo.

- ¿Eh?

- Porque ya me ayudaste con las palabras que no sabía cómo meterlas en mi cuento.

- ¿Cuento?

- Si. ¿No te habías dado cuenta? Estás dentro de mi cuento de la ronda 41.

- ¡Me usaste!

- No lo tomes así…

- Ahora entiendo por qué tenés el cuerpo de Brad Pitt, y yo el de C3PO.

- Además sos un reproductor de mp3 de alta fidelidad. Fijate, apretate la nariz.

- Es verdad, sale música de mí. ¡Y encima es “Paranoid Android”, de Radiohead! ¡Temazo!

- Sabía que te gustaría. Va bien con vos.

- Miles, estás en todas.

- Para servirte, amigo. Para servirte.


01 junio 2006

44 - El Último Baile




La bailarina en la oscuridad danzaba, se movía libremente, con una velocidad, precisión y técnica tan perfectas, que se podría afirmar que su madre tenía razón cuando, de niña, le dijo en la entrada de la escuela de danza:

- Vos naciste para esto, recordalo siempre. No me decepciones.

No me decepciones.

Nomedecepcionesgordaasquerosacobardeincapaz
malcriadadignadeverguenzapateticaimperfecta.

Gorda.

Imperfecta.

La bailarina se detuvo en seco, y miró hacia las butacas vacías, que era de donde provenían esos gritos y susurros que le provocaban temblores.

Extendió sus brazos hacia el público invisible. Se podía ver los múltiples cortes en los antebrazos, recientes y sangrantes.

La bailarina dejó de temblar, levantando su cabeza con altivez, y le habló al teatro desierto, con suma convicción:

- No necesito sus reprobaciones verbales. Como verán, yo misma soy capaz de castigarme para no olvidar mi meta en esta vida: la perfección.

El teatro seguía en silencio. La bailarina continuó:

- Hoy debía ser un día de celebración para mí: he llegado a los cuarenta kilos. Pero me he mirado en el espejo, y aún estoy… y aún est-estoy… g-gorda.

Volvió a sentir que su cuerpo le temblaba, y escucho las voces.

Gordaasquerosadespreciableincapazinperfecta.

- ¡No! – gritó la bailarina – Soy perfecta. ¡Lo soy! Y voy a demostrárselo a todos ustedes, ciegos monstruos inferiores.

La bailarina volvió a moverse por todo el escenario aún mas maravillosamente que antes, demostrando toda su enorme capacidad.

Con los ojos bien cerrados, giraba sobre sí misma, contorsionaba el cuerpo, daba saltos asombrosos, que parecían mantenerla en el aire.

Se sentía verdaderamente libre después de haber estado internada en ese asqueroso mundo de pánico y locuras, en donde recibía ese indigno tilde: Anoréxica.

No tuvo otra opción que mentir y comer para poder salir de la clínica.

Inmediatamente después de eso, se escapó de su casa, y se fue a vivir con su profesor de danza y amante, Alexander.

Oh, Alexander… El fabricante de estrellas, el hacedor de sueños… dijiste que me harías famosa y mentiste, porque tú también eres ciego como los demás. Pretender que engor-engorde, porque me puedo morir de lo flaca que estoy, si, claro; y volver a verme así otra vez, tan vulgar, tan patética. No, jamás. Lo lograré yo sola, no necesito de nadie.

La vida es un milagro. Hizo de mi, alguien insignificante, una bailarina perfecta.

Si debo pagar ese milagro con mi vida, lo haré. Y así serviré de ejemplo para otras bailarinas que deseen superarse.


La bailarina danzaba, emocionada de sí misma, con lágrimas en sus ojos insanos, que corrían por sus ojeras hasta las inexistentes mejillas, y caían en el piso, mezclándose con la sangre que le manchaban los pies descalzos.

Al verla, uno podría decir que era un ángel, con las alas del deseo abiertas de par en par, elevándose cada vez más alto.

O bien podría pensar que era la mismísima Muerte, danzando dentro de un cuerpo esquelético y flagelado infinitamente.

De repente, al lograr el salto mas alto que había hecho jamás, escuchó la canción con la que su madre la hacía ensayar de niña: “Rapsodia en Agosto”.

Con esa canción, su madre se había quebrado el pie en una audición, y nunca más había podido bailar.

La bailarina sonrió al recordarlo. Pero más aún al ver que el escenario se iluminaba, la iluminaba ahí, suspendida en el aire, mientras el público comenzaba a aplaudirla.

Después de ese instante eterno, cayó al piso, sin vida, prácticamente sin hacer el menor ruido.

Quizá, el que haría una hoja seca en otoño, al caer de un árbol.



26 mayo 2006

43 - Discurso Apócrifo De Malcolm X








El hombre iba y venía por el escenario, que temblaba ante la dureza de cada paso, pero que más temblaba por el poder de su voz. Todos escuchaban atentamente.

- Mi abuelo murió feliz en la cárcel ¿Saben por qué? Porque se dio el gusto de matar al jodido blanco que era su dueño cuando era esclavo. Siempre me mostraba su espalda. Era un mapa de cicatrices, una lista de heridas escritas con latigazos. “Le meteré una bala por cada cicatriz que me hizo”, juró mi abuelo. Y así fue. El juez que lo condenó era blanco. Se imaginarán la cara de orgullo que tenía al condenar a perpetua a un negro que mató de veinticinco balazos a otro maldito blanco como él.

El público hizo un “Ohhh” al escuchar la cantidad de balazos. Entre ellos, había una chica de diecisiete años, con la cara llena de moretones. El hombre la hizo subir al escenario.

- No sientas vergüenza, Tina – dijo el hombre al verla bajar la cabeza – Estas entre hermanos. Vamos, háblame de ti, a mí y a todo el público. Dinos, ¿qué es lo que sientes?

Tina subió la mirada. La tenía llena de lágrimas y furia.

- Siento el pecho perforado y vacío, el alma pisoteada – dijo Tina.

- ¿Y por qué? – preguntó el hombre.

Tina tragó saliva. Le temblaban los labios.

- Porque… un grupo de hombres… blancos… me violó y golpeó – dijo, con la voz quebrada, sin poder seguir.

El hombre la tomó de los hombros, y miró al público.

- ¿Ven? – les dijo – Esto es lo que hacen los blancos, esta es su esencia. Destruir todo lo bueno y puro, aplastar lo que no es miserable como ellos.

El hombre se acomodó el sombrero y los anteojos, y miró fijamente al público, con las manos enguantadas tomando las solapas de su sobretodo negro.

- ¿Queremos realmente que ellos sean nuestros hermanos? – preguntó.

- ¡No! – gritó fuertemente el público.

- ¿Queremos que caminen por nuestras veredas, que vivan en nuestras ciudades, o siquiera que nos miren a los ojos?

- ¡No! – gritó la muchedumbre.

- Muy bien, hermanos – dijo el hombre, satisfecho – Veo que sus ojos y corazones comprenden, más allá de los que otros proclaman sin cesar, que la paridad es un sueño lejano. Los negros y los blancos no tenemos nada que compartir.

El público miraba, con los ojos iluminados.

- Y yo, hermanos, yo vine a esta tierra a cumplir el oficio divino de comunicar esa verdad: ¡que el hombre negro y el hombre blanco jamás sean unidos!

- ¡No! – volvió a gritar el público.

- Tú, Jeremiah – preguntó el hombre a uno del público - ¿Qué es lo que comes?

- Como pan que no se vende – contestó Jeremiah – Pan que sobra y se tira.

- ¿Y tú, Toby, de qué trabajas?

- Limpio baños, señor – contestó Toby, tímidamente.

- Pues bien – dijo el hombre - ¡Que todas esas cosas las hagan los blancos! ¡Que coman nuestras sobras, que limpien nuestros baños, que besen nuestros zapatos!

- ¡Si! – el público deliraba.

- Y el blanco que se niegue, que lo traigan ante mí, y yo le enseñaré ¡Le abriré bien los oídos y le gritaré bien fuerte hasta que aprenda! ¡Me lo fornicaré con la palabra, porque soy el hombre del falo solar, que iluminará la cabeza vacía y hueca de los blancos!

- ¡Si!

- ¡Soy el hombre que lleva la verdad entre sus manos!

- ¡Si!

- ¡Soy Malcolm X, hermanos!

- ¡Bravo! – gritaban todos fervorosamente, aplaudiendo, mientras Malcolm X sonreía, transpirado, sintiéndose poderoso.



25 mayo 2006

42 - La Espera





El viejo espera.

Sentado en la plaza, dándole migajas a las palomas; en el sillón del living de su casa; espera.

Espera a que el hombre del faro solar cumpla el oficio divino, y lo envuelva en una luz blanca, adormeciéndolo para siempre.

Una lista de heridas escritas con arrugas en su piel con la tinta de los años, cuenta que ha vivido mucho tiempo.

Demasiado tiempo, diría él.

- Cuando la pequeña Molly se fue, yo debería haberme ido con ella – le dice siempre al que quiera escucharlo, y al que no, también.

Molly fue su única hija, y murió de una extraña enfermedad a los seis años.

A partir de eso, él se transformo en un ser silencioso, en un hombre con la mirada fija en el frente, pero que no observa nada.

- ¿Cómo es, pequeña Molly, que mi alma se murió contigo, pero mi cuerpo sigue en pié? – se preguntaba siempre.

Su mujer no soportó la pérdida de su hija, y se suicidó al poco tiempo.

Él lo sufrió, por supuesto, pero sus ojos ya estaban secos para llorar.

- ¿Por qué te adelantaste, Susan – le decía a la mitad vacía de la cama – Todos tenemos nuestra hora señalada.

Y hace pocos días, después de esperar tantos años, supo que su tiempo estaba próximo.

Tuvo un sueño, en donde se le aparecía Molly, y habló con ella en él.

Ella ya no se veía como una niña, sino como una adolescente, y tenía alas de ángel en la espalda.

- Háblame de ti, papá – le dijo ella - ¿Qué es lo que sientes?

- El pecho perforado y vacío, hija – respondió él – desde que tú te fuiste.

- Pues ya no te preocupes – le dijo ella, con una voz que parecía voz y música al mismo tiempo – Vengo a avisarte que pronto estaremos juntos, tu tiempo ya esta llegando.

- Oh, hija, al fin... – dijo él, mientras ella lo besaba en la mejilla, e iba desapareciendo en un halo de luz.

- Te quiero mucho, papá – le dijo antes de desaparecer por completo.

Al despertar a la mañana siguiente, el viejo sonreía.

Se levantó, se puso su mejor traje, y comenzó a esperar día tras día.

Y mientras esperaba, se dedicó a observar.

Y observó que él no era el único esperando, que todos lo hacían, aunque no se esperase lo mismo.

Desde gente esperando el autobús, hasta viejos como él, esperando la muerte.

- La paridad es un sueño lejano. Nunca podremos ponernos de acuerdo con el tiempo, porque a él, nosotros no le interesamos, como pan que no se vende para el vendedor, o como estrellas que no aparecen en el cielo, para inspirar al poeta – estaba pensando un día, cuando se largó a llover.

Para no mojarse, decidió apurar el paso.

Entonces, de la nada, apareció una chica con un paraguas.

- El paraguas es grande, nos sirve a los dos – le dijo ella, mientras lo tomaba del brazo, sonriendo.

El la miro sorprendido. La chica se veía como Molly seguro sería a esa edad.

- ¿Caminamos? – le preguntó ella – me encanta caminar bajo la lluvia con paraguas, es...

- ... como un pequeño refugio – terminó de decir el, sorprendido, completando la frase.

Eso era lo que le decía a Molly cuando era niña.

Los dos se miraron y sonrieron, y se fueron caminando, hasta desaparecer entre la lluvia.




18 mayo 2006

41 - Las Buenas Costumbres



- ¿Hola?

- Buenas tardes. Con el señor Miguel Lera, por favor.

- Si, él habla.

- Ah, así que es usted el insolente.

- ¿Perdón?

- No se haga el que no entiende, “Señor” Lera, sabe muy bien de lo que hablo.

- Sinceramente, no tengo idea.

- Muy bien, ya que no recuerda, paso a refrescarle la memoria… Usted escribió los cuentos “Visiones” y “Los Celos de Judas” para la revista “Bestiario”, bah, si se le pueden llamar cuentos.

- Si, así es ¿Qué hay con eso?

- ¿Cómo que qué hay? ¿A usted le parece bien escribir una herejía semejante como esa?

- Señora, sé que el cuento puede resultar chocante, pero…

- Pero nada, joven. Escribir que Jesús blasfema contra Dios, y que mantenía relaciones… ejem…carnales con Judas Iscariote no es chocante, sino que es un definitivo ataque contra la religión católica y las personas que la profesamos.

- Señora, escuche…

- Cállese y déjeme hablar, maleducado. Usted no puede andar por la vida como si no tuviera rumbo, incapaz de sentir respeto por la moral y las buenas costumbres. En la vida hay límites, querido, y usted los rompió con semejante bajeza ¿Sabe lo que fue no poder dejar de pensar en el impacto psicológico que causaría su texto si lo leyeran chicos o adolescentes?

- Señora…

- Sin dudas no tiene ni la menor…

- ¡SEÑORA!

- ¿Qué?

- ¡CALLESE LA BOCA Y DÉJEME HABLAR, CARAJO!

- ¡Oh!

- Estoy harto de la gente hipócrita como usted. Dan asco. Ustedes son la verdadera blasfemia, no un simple cuento que no es más que ficción. Si, ustedes. Ustedes que se limitan a enseñarles a los chicos que Belgrano creó la bandera inspirándose en las nubes y el cielo azul, y no les dicen que murió en la miseria. Ustedes que alaban a Sarmiento como a un mártir, y lo único que hizo fue ser un burgués asesino de nuestros indígenas. Les encanta San martín en el caballo blanco cruzando Los Andes y no en una camilla, con fiebre, como fue realmente. Les fascina el himno nacional como banda de sonido de los actos escolares que solo aburren a los chicos, en vez de lograr que estos sientan respeto y orgullo por él. Ustedes son la amenaza psicológica para un chico, no yo.

- Es usted un…

- ¿Qué? ¿Qué soy? ¿A ver? ¿Un loco, bocasucia, maleducado, eso soy? Por lo menos soy sincero, “Señora”, y no ando como todas las viejas de su edad metidas en la iglesia todo el día como refugio. Ya la imagino a usted rezando mil padres nuestros por miedo a que su Dios la castigue por haber sido una mujer infiel que se acostó hasta con el barrendero. Así que no me rompa más las pelotas, y vaya a tomar el té con sus amigas del Club de la Reina de Inglaterra. Buenas tardes.

- ¿Hola, hola?

- …

- Me cortó, el maleducado. Dios mío… las de barbaridades que me dijo… creo que le voy a escribir una carta al obispo, esto no va a quedar así, no, no. Nadie deja con la palabra en la boca a Nélida Susana Martínez de Anchorena, ya vas a ver… Hijo de puta.


11 mayo 2006

40 - Letras Para Julia (Seis Meses Después)




(Antes de leer este cuento, leer primero el cuento nro 01)




- Tan sólo seis meses – pensó Julia, acostada en la inmensa cama.

Tenía la sensación de que habían pasado muchos años desde la última vez que vio a Andrés.

De hecho, en las noches de insomnio (que cada vez eran mas frecuentes), ella extendía su mano en la oscuridad, y con un dedo dibujaba en las sombras los contornos del rostro de Andrés, hasta que el resplandor del sol la sorprendía y ella cerraba los ojos, simulando dormir, para que El Otro no le dijera nada, ni buenos días, y por favor que no me bese en la mejilla…

El Otro.

Recordó lo que Andrés le había contado acerca de la culpa por las noches, lo de los ojos en la oscuridad, y que le había preguntado a ella si también sentía esa desesperación asfixiante de la conciencia.

Ella le había respondido que no, que podía dormir bien.

Pero le había mentido.

En esos tiempos, su cabeza también era un apocalipsis.

Pero no quiso contárselo a Andrés para no hacerlo sentir peor de lo que estaba.

Tanto se habían amado y nunca lograron estar en paz.

Porque sabían que si bien su amor era sincero, habían obrado mal, habían liberado la mitad siniestra de cada uno para poder estar juntos.

Hasta que El Otro tuvo el intento de suicidio, y ahí las cosas cambiaron.

Eso derrumbó el castillo de naipes en donde estaba sostenido su amor.

Y se separaron, y Julia volvió a encerrarse en la torre oscura, a fingir amar y cuidar a alguien a quien no quería, pero era lo que se “debía” hacer, lo que señalaba la conciencia con su dedo acusador.

En estas cosas pensaba Julia cuando la puerta del dormitorio se abrió, y El Otro entró.

Julia cerró los ojos rápidamente, fingiendo dormir.

- ¿Estas durmiendo, mi amor? – le pregunto David, acariciándole el pelo.

Julia no respondió, y apretó los puños con fuerza, para soportar el escalofrío que le recorría el cuerpo al sentir las manos de David recorriéndole el vientre, desnudándola lentamente.

Era sábado, recordó Julia, el día de hacer el amor.

Entonces abrió los ojos, y miró a su ejecutor.

- Hola, hola, preciosa – le dijo David, y la besó largamente en el cuello.

La hora del vampiro, la hora de la muerte lenta había comenzado, pensó Julia, y mientras David la besaba, ella dibujaba el contorno de una sonrisa con el dedo, en la profunda oscuridad del cuarto.



08 mayo 2006

39 - El Prisionero


Es la última noche de Jacob en el pabellón 107, el de los condenados a muerte.

Mañana, la silla eléctrica se despertará para adormecerlo eternamente.

Pero Jacob no piensa en eso.

La luz de la luna llena que pasa por entre los barrotes del pequeño agujero de la pared de la celda, bañándole el rostro sonriente, lo tiene completamente absorto.

La noche en que cometió aquel crimen atroz, también había luna llena, pero entonces su mente estaba demasiado nublada por el odio como para apreciarla.

Pero desde que había entrado en la cárcel, no hubo una sola noche en que no se quedara despierto, mirando las estrellas a través del pequeño cuadrado.

Hoy era la primera vez que veía la luna llena en la celda, y una sensación de felicidad lo desbordaba.

Se acercó al hueco en la pared, y sacó su mano por él, sintiendo el suave viento nocturno en su piel.

Cerró los ojos, y recordó una línea de una poesía que su madre le leía todas las noches, antes de acostarse:

…La noche es el bosque
En donde se ocultan los sueños…

Los abrió, y un rayo de luna iluminó una lágrima que resbalaba por su mejilla.

Al meter la mano dentro de la celda, vio que una luciérnaga estaba posada en uno de sus dedos.

Con mucho cuidado, Jacob le sopló las alas, suavemente, y la luciérnaga comenzó a volar por toda la celda, con su luz intermitente titilando, danzando en el aire.

Jacob se sentó lentamente en el piso, mirando fascinado el vuelo de la luciérnaga, y después de un rato, se quedó dormido en el preciso momento en el que un hombre, a kilómetros de distancia, se despertaba molesto, porque la luz de la luna le pegaba en el rostro, y no lo dejaba dormir.

04 mayo 2006

38 - Dulce Como Poesía, Suave Como Canción




Tenías el signo de los cuatro vientos enredado entre tu pelo, y cada uno de ellos llevaba en sí el aroma de las flores del mundo que ibas descubriendo.

Como un regalo de la tierra en donde naciste, dejaste entre mis sábanas la fragancia del jazmín negro, y me dijiste que nada podría sacar de ellas esa fragancia, ningún jabón ni lavandina (sólo un mal gesto de mi rostro podría sacarlo).

Fuiste una mujer misteriosa que apareció un día en mi casa, con dos valijas (una vacía y una llena), preguntando por el mecánico del pueblo, porque el auto se te había averiado, y si llegabas tarde los de la expedición se irían sin vos. Eran personas que creían que el tiempo les pertenecía, por lo tanto, no les gustaba esperar.

Te conté que en el pueblo no teníamos mecánico, ya qua nadie tenía auto, porque a todos nos gustaba caminar por las calles.

La idea te hizo gracia y te gustó, y me hiciste compañía para tomar el té de las 15:00.

Y sin darte cuenta te quedaste dormida mirando por la ventana, y yo me quedé dormido viéndote dormir.

Y los días pasaron y nos fuimos conociendo lentamente (porque el tiempo no nos pertenece), y yo te fui guiando por el pueblo buscando las mejores flores para que guardes su aroma entre tu pelo.

Después, una noche nos sorprendió quedándonos dormidos mientras nos mirábamos.

Y sólo cuando dormía con tu piel junto a la mía, dejaba de tener esa pesadilla en gris, en donde yo era amarillo, y me sentía mal por desentonar con el entorno.

Pero un día te fuiste, sin avisar, porque pensabas que las despedidas eran una muerte que nunca terminaba de matar, y uno se quedaba así, boqueando, sintiendo en las manos cómo desaparecía el calor del otro, sin terminar de desaparecer (velo triste que oculta y que muestra).

Y al despertar al día siguiente, me encontré tatuado en la mejilla el círculo rojo de tus labios de alas de golondrina.

Y no quise llorar, porque las lágrimas podrían borrar el último saludo, el contacto final de tu piel con mi piel.

No tengo idea adonde te habrás ido. Tampoco tengo idea de cómo eras realmente, porque cuando te veo en mi recuerdo, hay algo en tu rostro que siempre cambia (ayer fue un lunar, hoy una arruga en tu frente).

Sólo sé que fuiste una mujer misteriosa que apareció un día en mi casa, con dos valijas (una vacía y una llena).

Y creo que en la vacía, al irte, te llevaste mi corazón.




28 abril 2006

37 - La Decadencia


Nyarlotep y yo estábamos sentados en la mesa del comedor de mi casa, en completo silencio.

Afuera, la tormenta se negaba a detenerse, y como si fuera poco el viento azotando las ventanas, ahora también había goteras.

Lo extraño es que las goteras sólo caian sobre la mesa del comedor. No había ninguna otra en toda la casa.

Así que, las implacables gotitas estaban destiñendo aplicadamente nuestros cuentos manuscritos de la Época de Oro, que cubrían en su totalidad a la mesa.

Pero ninguno de los dos manifestaba signos de preocupación. De hecho, por momentos, parecíamos muertos con los ojos abiertos.

Recuerdo la fiera que solía ser en la Época de Oro, al igual que Nyarlotep.

Nuestro fervor rabioso a la hora de escribir era un volcán en erupción.

Las ideas surgían a borbotones de nuestras mentes, y nos habíamos convertido en verdaderos maestros cuentistas.

Pero siempre en la vida hay algún motivo que tira al tacho todo.

El de Nyarlotep fue viajar a Cariló.

Y el mío, casarme con Chaia.

A los dos nos pasó lo mismo, pero a la inversa.

Él se fue sin ganas (a Cariló) y volvió enamorado (de Cariló).

Yo me casé enamorado (de Chaia) y termine sin ganas (de Chaia).

Muchos me han dicho que yo nunca la amé, pero es mentira.

Cuando la conocí, me enamoré genuinamente.

Ella sabía cocinar, lavar la ropa, planchar, traer plata a casa y hacer muy bien el amor.

¿Qué mas se le puede pedir a una mujer?

Ah, si: Que no hable.

Siempre había jurado que si me casaba, lo haría con una muda.

Y Chaia precisamente no lo era.

Lentamente, sus palabras fueron torturándome con cuestionamientos acerca de mí mismo que yo no tenía ni el mas mínimo interés en resolver.

Yo era feliz tirado en mi cama, fumando cigarros, tomando cerveza, y pensando en mis nuevos bestsellers.

Pero no, ahí estaba ella, el lorito parlanchín socrático-freudiano.

Y tanto me cuestionó, que un día logró su cometido.

Y ese mismo día se fue.

Pero yo ni me di cuenta (salvo cuando me crujió el estómago), porque estaba preguntándome a mi mismo acerca de la verdad de mis cuentos.

Y a partir de ahí, ya no pude escribir mas.

Ni una sola condenada línea.

Las mujeres lo arruinan a uno, hermano.

O las puestas de sol.

Sino, obsérvenlo a Nyarlotep.

Si se mira en lo profundo de sus ojos, ahí esta congelada la imagen del crepúsculo de Cariló.

Y así como yo me la paso el día buscando una idea verdadera para escribir, él se la pasa jugando con un tranvía de juguete sobre un montoncito de arena de playa .

Extraño sus cuentos de terror, aunque no me gustaran.

Sus cuentos y los míos eran el puente que nos permitía comunicarnos.

Ahora sólo hay silencio, aunque compartamos la misma mesa.

Mi vejiga me esta haciendo un pedido mingitorio, y aunque podría orinar en las innumerables botellas de cerveza vacía que hay en el piso, como lo hacia antes de que Nyarlotep llegara, prefiero ir al baño, y de paso, buscar en la cocina si queda todavía algún sándwich de los de Chaia, porque debajo de los manuscritos ya no hay más.

Me levanto, y el rostro atristado de Nyarlotep me da pena, e instintivamente le palmeo el hombro.

Apenas le hago esto, me dice las primeras palabras desde que se instalo en casa:

- ¡NO VUELVAS A TOCARME!

Bueno, él sigue siendo un viejo cascarrabias, y yo un vago.

Al fin y al cabo, algo todavía nos queda ¿no?